El "cavrettico" ó el "cabrito" de Had Gadiá. |
Siempre me pareció que el título del primer tomo de las memorias de Elías Canetti, La lengua absuelta, se refería al alemán, idioma en el que escribió toda su obra este judío sefardí nacido en Bulgaria. El mismo Canetti explica el título de la obra en el primer capítulo de sus memorias, basado en un recuerdo de infancia en el que un hombre, el amante de su nana, lo amenazaba con cortarle la lengua. La lengua absuelta representa el órgano físico que el escritor “salvó” de la navaja de ese hombre que, con aquel gesto intimidador, aseguraba el silencio del niño (Tomás Eloy Martínez prefería llamar este libro La lengua salvada). Pero en el terreno de las interpretaciones, podríamos decir que Canetti “salvó” y “absolvió” al alemán, el idioma de los verdugos nazis, como un gesto de reafirmación y de victoria. Uno de sus otros idiomas era el ladino (hablaba también francés e inglés), al que llamaba la “lengua de la cocina”, que aprendió de pequeño de la boca de su madre, orgullosa judía sefardí que pensaba que el origen español le daba un cierto carácter aristocrático.
Los judíos estamos expuestos al fenómeno políglota, especialmente los que hemos tenido que emigrar más de una vez. Esto nos genera algunas ansiedades sobre el idioma o los idiomas, particularmente cuando pensamos cuál deberíamos considerar nuestra lengua materna, con todas las implicaciones que ello puede tener en la constitución de nuestra identidad e incluso de nuestras sensibilidades. No tengo duda en afirmar que mi idioma materno es el español, o para ser más precisos el castellano. Pero hay ciertos momentos que se han quedado en mi memoria en ladino, o en judeo-español. Muchos recuerdos están ligados a la haquetía, esa forma dialectal del judeo-español de los judíos del norte de Marruecos, en la que se mezclan un español arcaico, el hebreo y el árabe. Y está el ladino de la Hagadá de Pésaj, un verdadero pequeño tesoro literario y lingüístico que disfruto cada Séder (cada segundo Séder, para ser precisos), cuando recitamos la historia del éxodo de Egipto en el idioma original (en arameo y en hebreo), y en ese “español” tan particular que mantenemos los judíos como un vínculo con esa Sefarad que más que “patria”, fue madrastra cruel. Vale aquí pues evocar la imagen de la “lengua absuelta”, e incluso “salvada”, del idioma que guardamos y pasamos de generación en generación a pesar de las persecuciones, justamente para recordar aquel primer éxodo en medio de tantos otros éxodos.
El ladino de la Hagadá —que en Venezuela se ha conservado en las ediciones bilingües promovidas por personas como Moisés Garzón Serfaty, mi tío Amrán Nahón y mi recordado primo Moisés Serfaty Serfaty (Z´L)— le da un sabor especial a la épica de la esclavitud y liberación del pueblo de Israel. Cuando leemos el Ha Lajmá Haniá en la traducción ladina siento que la historia del éxodo es profundamente universal: “Este pan de la afligisión que comieron nuestros padres en tierra de Egifto. Todo el que tenga hambre que venga y coma. Todo el que tenga menester pascual que venga y pascue…”. Empezamos la Hagadá con una afirmación radical; todo suena en ladino como “todos”, como la Humanidad hambrienta, marginada, explotada, oprimida, sin distingo de clase, religión, cultura o nacionalidad.
Seguimos con el Ma Nishnataná, que en ladino es “la noche la esta” diferente “más que todas las noches”, en la que liberados ya del yugo del opresor, todos “comientes y bedientes… todos rescobdados”, como los antiguos que celebraban sus ágapes recostados en sus cómodos cojines. Pero la Hagadá inmediatamente nos recuerda que “Siervos fuimos de Parhó en Egifto. Y sacónos ‘A’ nuestro Dios de allí con poder fuerte y brazo tendido…”, como para decirnos que los rescobdados de hoy fuimos alguna vez los esclavos de antaño, conciencia de aniyut, de la pobreza y de la humildad que no debería abandonarnos.
La Hagadá es una épica plena de milagros y de maravillas (como lo dice la traducción en ladino), pero no oculta los puntos flacos del pueblo de Israel. En su arqueología de los orígenes de los hijos de Abraham, la Hagadá nos dice que “De principio, sirvientes servicios extraños eran nuestros padres… Térah padre de Abraham y padre de Nahor y sirvieron ídolos otros”, otra forma de esclavitud de estos siervos sometidos a los ídolos de la piedra muda y del oro brillante.
Como tantos otros libros de nuestra tradición (El cantar de los cantares o el Libro de Esther), la Hagadá tiene su momento erótico, momento que pasa en principio inadvertido para los que no comprendemos bien el hebreo. Es en el contexto del relato de la reproducción de los israelíes en Egipto, que habían llegado allí en número de setenta almas pero que se “frochiguaron y sirpieron y mochiguaronse”, todas palabras que con maravilloso arcaísmo nos hablan de la fecundidad de nuestros ancestros. Más adelante, en referencias más explícitas, el texto dice: “Y mochigüite y engradecite y vinites con afeites de afeites, pechos compuestos y tu cabello hermollesién y tu desnuda y descubierta”.
La crueldad de los opresores, los egeficianos, adquiere una dimensión en ladino que recuerda las barbaridades de los genocidios modernos: “Y a nuestros lazerios estos los hijos. Como ansí es dicho: Y encomendó Parhó a todo su pueblo por dezir: Todo el hijo el nacido al río lo echaredis, y toda hija aberiguaredis”.
Cuando llegamos a las plagas, la lectura la hacemos solamente en hebreo. Evitamos la traducción al ladino, pues es suficiente leer una sola vez sobre todas las heridas por las que pasaron los egeficianos, para tener que repetirlas en español. Hay en la Hagadá una cierta consideración con los opresores, consideración que se expresa en otros textos como aquel Midrash en el que Dios reprende a los israelíes que cantan alabanzas después que Parhó y sus huestes se ahogaron en el Mar Rojo.
El momento más alegre de la noche es el Dayenu, que en ladino se convierte en un coro animado de Mos abondara, animación en la que el vino tiene su influencia. Mos abondara repetimos cada vez que recordamos “cuantos grados buenos el Criador sobre nos”, una abundancia que nos colma, por la que estamos agradecidos y por la que pedimos que nos “allegue a plazos y a pascuas otras las vinientes en paz”. Amén.
(Esta nota salió originalmente publicada en el Nuevo Mundo Israelita de Caracas)