miércoles, 13 de abril de 2011

Mos abondara: el ladino de la Hagadá

El "cavrettico" ó el "cabrito" de Had Gadiá.
Siempre me pareció que el título del pri­mer tomo de las memorias de Elías Ca­ne­tti, La lengua absuelta, se refería al alemán, idio­ma en el que escribió toda su obra este ju­dío sefardí nacido en Bulgaria. El mismo Ca­netti explica el título de la obra en el pri­mer capítulo de sus memorias, basado en un re­cuerdo de infancia en el que un hombre, el aman­te de su nana, lo amenazaba con cortar­le la lengua. La lengua absuelta representa el ór­gano físico que el escritor “salvó” de la na­va­ja de ese hombre que, con aquel gesto in­ti­mi­dador, aseguraba el silencio del niño (To­más Eloy Martínez prefería llamar este libro La lengua salvada). Pero en el terreno de las interpretaciones, podríamos decir que Ca­ne­tti “salvó” y “absolvió” al alemán, el idio­ma de los verdugos nazis, como un gesto de rea­firmación y de victoria. Uno de sus otros idio­mas era el ladino (hablaba también fran­cés e inglés), al que llamaba la “lengua de la co­cina”, que aprendió de pequeño de la boca de su madre, orgullosa judía sefardí que pen­sa­ba que el origen español le daba un cierto ca­rácter aristocrático.

Los judíos estamos expuestos al fenó­me­no políglota, especialmente los que hemos te­nido que emigrar más de una vez. Esto nos ge­nera algunas ansiedades sobre el idioma o los idiomas, particularmente cuando pensa­mos cuál deberíamos considerar nuestra len­gua materna, con todas las implicaciones que ello puede tener en la constitución de nues­tra identidad e incluso de nuestras sensi­bi­li­da­des. No tengo duda en afirmar que mi idio­ma materno es el español, o para ser más pre­cisos el castellano. Pero hay ciertos mo­men­tos que se han quedado en mi memoria en ladino, o en judeo-español. Muchos re­cuer­dos están ligados a la haquetía, esa for­ma dialectal del judeo-español de los judíos del norte de Marruecos, en la que se mezclan un español arcaico, el hebreo y el árabe. Y es­tá el ladino de la Hagadá de Pésaj, un ver­da­de­ro pequeño tesoro literario y lingüístico que disfruto cada Séder (cada segundo Sé­der, para ser precisos), cuando recitamos la his­toria del éxodo de Egipto en el idioma ori­gi­nal (en arameo y en hebreo), y en ese “es­pa­ñol” tan particular que mantenemos los ju­díos como un vínculo con esa Sefarad que más que “patria”, fue madrastra cruel. Vale aquí pues evocar la imagen de la “lengua ab­suel­ta”, e incluso “salvada”, del idioma que guar­damos y pasamos de generación en ge­ne­ración a pesar de las persecuciones, jus­ta­men­te para recordar aquel primer éxodo en me­dio de tantos otros éxodos.

El ladino de la Hagadá —que en Vene­zue­la se ha conservado en las ediciones bilin­gües promovidas por personas como Moisés Gar­zón Serfaty, mi tío Amrán Nahón y  mi re­cor­dado primo Moisés Serfaty Serfaty (Z´L)— le da un sabor especial a la épica de la escla­vi­­­tud y liberación del pueblo de Israel. Cuan­do leemos el Ha Lajmá Haniá en la traduc­ción ladina siento que la historia del éxodo es pro­fundamente universal: “Este pan de la afli­gisión que comieron nuestros padres en tie­rra de Egifto. Todo el que tenga hambre que venga y coma. Todo el que tenga menes­ter pascual que venga y pascue…”. Empezamos la Hagadá con una afir­ma­ción radical; todo suena en ladino como “to­dos”, como la Humanidad hambrienta, mar­gi­na­da, explotada, oprimida, sin distingo de cla­se, religión, cultura o nacionalidad. 

Seguimos con el Ma Nishnataná, que en la­dino es “la noche la esta” diferente “más que todas las noches”, en la que liberados ya del yugo del opresor, todos “comientes y be­dien­tes… todos rescobdados”, como los an­ti­guos que celebraban sus ágapes recostados en sus cómodos cojines. Pero la Hagadá in­me­diatamente nos recuerda que “Siervos fui­mos de Parhó en Egifto. Y sacónos ‘A’ nuestro Dios de allí con poder fuerte y brazo ten­di­do…”, como para decirnos que los rescob­da­dos de hoy fuimos alguna vez los esclavos de an­taño, conciencia de aniyut, de la pobreza y de la humildad que no debería abandonar­nos.

La Hagadá es una épica plena de mila­gros y de maravillas (como lo dice la tra­duc­ción en ladino), pero no oculta los puntos fla­cos del pueblo de Israel. En su arqueología de los orígenes de los hijos de Abraham, la Ha­gadá nos dice que “De principio, sirvien­tes servi­cios extraños eran nuestros pa­dres… Térah padre de Abraham y padre de Na­hor y sirvieron ídolos otros”, otra forma de es­cla­vi­tud de estos siervos so­me­ti­dos a los ídolos de la pie­dra muda y del oro brillante.

Como tantos otros libros de nuestra tradición (El can­­tar de los cantares o el Li­­bro de Esther), la Ha­ga­dá tiene su momento eró­ti­co, momento que pasa en prin­cipio inadvertido pa­ra los que no com­prendemos bien el hebreo. Es en el con­tex­to del relato de la repro­duc­ción de los israelíes en Egipto, que habían llegado allí en número de setenta al­mas pero que se “frochi­gua­ron y sirpieron y mochigua­ron­se”, todas palabras que con maravilloso arcaísmo nos hablan de la fe­cun­didad de nuestros ancestros. Más ade­lan­te, en refe­rencias más explícitas, el texto di­ce: “Y mochigüite y engradecite y vinites con afei­tes de afeites, pechos compuestos y tu ca­bello hermollesién y tu desnuda y des­cu­bier­ta”.

La crueldad de los opresores, los ege­fi­cia­nos, adquiere una dimensión en ladino que re­cuerda las barbaridades de los genocidios mo­dernos: “Y a nuestros lazerios estos los hi­jos. Como ansí es dicho: Y encomendó Parhó a todo su pueblo por dezir: Todo el hijo el na­ci­do al río lo echaredis, y toda hija aberi­gua­re­dis”.

Cuando llegamos a las plagas, la lectura la ha­cemos solamente en hebreo. Evitamos la traducción al ladino, pues es suficiente leer una sola vez sobre todas las heridas por las que pasaron los egeficianos, para tener que re­petirlas en español. Hay en la Hagadá una cier­ta consideración con los opresores, con­si­deración que se expresa en otros textos co­mo aquel Midrash en el que Dios reprende a los israelíes que cantan alabanzas después que Parhó y sus huestes se ahogaron en el Mar Rojo.

El momento más alegre de la noche es el Da­yenu, que en ladino se convierte en un co­ro animado de Mos abondara, animación en la que el vino tiene su influencia. Mos abon­da­ra repetimos cada vez que recordamos “cuan­tos grados buenos el Criador sobre nos”, una abundancia que nos colma, por la que estamos agradecidos y por la que pedi­mos que nos “allegue a plazos y a pascuas otras las vinientes en paz”. Amén.

(Esta nota salió originalmente publicada en el Nuevo Mundo Israelita de Caracas)

sábado, 12 de marzo de 2011

Después del diluvio

El espejo de la caída de Babel.

Para los que crecimos expuestos a la televisión de los años setenta, Japón era fuente de programas apocalípticos. Ultramán y Godzilla nos pintaban desastres de proporciones bíblicas. Las peleas entre monstruos y superhéroes gigantescos generaban una destrucción de cartón piedra que, al menos en el terreno de la imagen, no estaba lejos de lo que hemos visto en estos días en los noticieros.  En alguna medida la fantasía imita a la realidad, ó la realidad termina golpeándonos en la cara con una “hiper-realidad” que supera todas las pesadillas de la ficción audiovisual. Algo similar sentimos ante las Torres Gemelas que se desplomaron el 11 de septiembre.  Eso ya lo habíamos visto en el cine, o por lo menos una versión del desastre ya había sido llevada a la pantalla. 


En el caso japonés juega un papel fundamental el tema nuclear. Hiroshima y Nagasaki marcaron para siempre el imaginario colectivo de ese país. Las películas y programas de TV apocalípticos fueron la expresión de una ansiedad colectiva ante la posibilidad de otro holocausto atómico. Hoy las noticias vuelven a alimentar esas ansiedades, que hoy gracias a la globalización se convierten en ansiedades compartidas por toda la humanidad. La explosión en una planta nuclear termina de completar el cuadro de imágenes diluvianas del tsunami en Japón.  


La primeros años del siglo XXI han estado marcados por grandes desastres. No puedo afirmar si lo que hemos visto en esta década supera a décadas anteriores en la frecuencia y dimensión de los embates de la naturaleza. Lo que sí parece claro es que cada vez tenemos más conciencia del desastre ajeno. Gracias a la televisión, y más recientemente al Facebook y al Twitter, los desastres se nos cuelan por los ojos y los oídos. Estamos hiperinformados, y eso se ha traducido en grandes olas de solidaridad, como las que vimos ante el tsunami en el sudeste asiático y en los terremotos de Haití y Chile. 


Esta conciencia de la fragilidad humana y de la implacabilidad de la naturaleza nos coloca en una posición similar a la de los constructores de la Torre de Babel. El relato de Babel en la Biblia viene justo después del relato del Diluvio. Los comentaristas del Talmud y del Midrash dicen que la generación del Valle de Shinar, el valle donde se concentraron los constructores de la gran torre, emprendieron ese monumental proyecto con el objetivo de evitar otro diluvio. Estaban imbuidos de la memoria del Gran Diluvio, y habían podido calcular, según ellos, cuándo se produciría el próximo desmadre que arrasaría con todo lo viviente sobre la Tierra. Se plantearon una solución al mismo tiempo tecnológica y militar. Creían que si llegaban al cielo podrían evitar que se “desbordara el agua” de nuevo. También pretendieron librar una guerra con el Altísimo en su terreno. Ya sabemos que la rebeldía les costaría caro. La construcción de la torre ya no fue viable cuando Dios confundió las lenguas, es decir cuando la comunicación fue imposible entre los osados humanos que ilusamente creyeron que era posible dominar a la naturaleza. La utopía de Babel, es decir el ideal de una humanidad unida en el gran proyecto de la dominación total sobre el orden natural, terminó en la dispersión de seres humanos condenados a no entenderse.

martes, 22 de febrero de 2011

23F

Mi 23 de febrero terminó en 23F.

¿Qué hay en una fecha? Hay imágenes que marcan ciertas fechas. Con el 23F me pasa que después de aquel 23F de 1981, cuando Tejero trató de retroceder el reloj de la historia en España, se me superpusieron las fechas, y mi cumpleaños se convirtió en un día histórico, no por mi nacimiento (no soy tan inmodesto), sino por la inevitable asociación que hago con la imagen del hombre irrumpiendo a gritos en el parlamento español, pistola en mano, con ese sombrero tan raro, el tricornio de los guardias civiles, que siempre me llamó la atención, recuerdo que asocio con el Madrid donde pasamos unos días antes de venirnos a Venezuela en 1968. 


El 23F tiene varias connotaciones. La irrupción de los guardia civiles en el Congreso de Diputados, la fachada que usaron unos generales para tratar de reinstaurar los “gloriosos” tiempos del Movimiento creado por Franco y sus secuaces, pretendía detener la ola de libertad, y algunos dirían de “libertinaje”, que se había apoderado de la España del destape. Con la democracia se habían volado los tapones que la dictadura franquista había mantenido a punta de represión física e ideológica, de la España una, católica, de habla española, de la pureza de sangre,  y de los resabios de inquisición. El 23F mostraba su hocico la bestia autoritaria, volvía por un momento el gorilismo atávico, apenas 6 años después de la muerte de Franco.


Así se me ha quedado grabado en la mente el 23F. Nací un 23 de febrero, pero hubo también un 23F (por cierto, feliz cumpleaños a mi cuñada Cherokee, que también es del 23F). Como hay tantas otras fechas que quedan sintetizadas en unos números y una letra. Allí está el 4F en Venezuela, que como el 23F español, significó el retorno de la peste militar. En España fue un amago. En Venezuela nos ha pegado duro la peste y no parece que saldremos de ella fácilmente. También está el 11S, o el  9-11, el September 11, que, como en la escena inicial de la excelente película de Denys Arcand,  “Las invasiones bárbaras”,  nos retrotrajo al “principio de la historia”, y nos despertó de ese sonambulismo que algunos intelectuales nos habían vendido como el “fin de la historia”. Se me ocurre, por esas cosas de las asociaciones, pensar que el 11S podría ser la fecha precursora de lo que estamos viendo en el mundo árabe e islámico. Se me ocurre hacer esta asociación y un frío me recorre la columna cuando lo pienso, cuando proyecto la consecuencias de lo que estoy escribiendo.


Hay otras fechas que no tienen un número y una letra, pero que igual se te quedan tatuadas en alguna parte del cerebro. Están el 5 y 6S , el 5 y 6 de septiembre de 1972, los terribles días de la masacre de Munich perpetrada por un comando palestino llamado “Septiembre negro”. Mi madre guardó los recortes de periódicos venezolanos con las noticias y las fotos de los atletas israelíes masacrados. Siempre he pensado que ese gesto, el de conservar esos recortes, era no sólo un deber de memoria, sino una manera de expresar una cierta perplejidad, como si dijera: “Otra vez judíos asesinados en Alemania, pero esta vez por árabes”. 


La verdad que podía haber hecho otras asociaciones el día de mi cumpleaños, menos sombrías, más optimistas. Pero me cuesta sacarme el 23F de la cabeza. Lo único esperanzador es que los españoles lograron evitar que la peste militarista volviera a gobernar. En ese sentido, el 23F debería ser una lección para los venezolanos y tantos otros con sed de libertad. Habría que hacer del 23F una verdadera fecha histórica.

sábado, 5 de febrero de 2011

Un nuevo orden

La celebración del Día de la Victoria en casa de mi abuelo.
Una imagen comunica más que mil palabras, dice el lugar común. Ocurre con la fotografía que ilustra esta nota. Fue tomada en casa de mi abuelo materno, Salomón Serfaty (en el extremo izquierdo) algún día de abril ó mayo de 1945 en ocasión de una fiesta que organizó para celebrar el Día de la Victoria que selló el fin de la Segunda Guerra Mundial y la derrota de la Alemania nazi.  Acompañan a mi abuelo: el Sr. Caspi, un judío turco que trabajaba en el consulado inglés, el Sr. Bengualid, el Cónsul británico, el Sr. Moisés Sananes, el Sr. Jaime Benolol, y dos señores indios (de la India), además de una mujer (en el extremo derecho) que, según mi madre, debe ser mi tía Mercedes (ó podría ser mi tía abuela Berta).  Atrás, escoltado por las banderas del Reino Unido y de los Estados Unidos, está el retrato de Winston Churchill, el Primer Ministro británico que prometió a su pueblo “sangre, sudor y lágrimas”, y que con determinación enfrentó a la bestia nazi. Para más señas, la foto fue tomada en la Tetuán del Protectorado, una situación semi-colonial que hacía que Marruecos estuviera administrativamente dividido en dos: el norte controlado por España y el sur por Francia.  Esta celebración pro-británica y pro-americana tenía algo de temerario, pues en el “Marruecos Español” mandaba Franco, quien oficialmente había sido un aliado de Hitler (recordemos que la División Azul de la España franquista peleó del lado de los alemanes entre 1941 y 1943).


La foto la colocó hace unos días mi primo Abraham Israel en Facebook. Causó revuelo entre primos y tíos, pues resultó todo un descubrimiento. Mi madre, quien sí se acuerda muy bien de ese día, reconoció a la mayoría de las personas en la foto. Recordó además con claridad que mi abuelo pidió que se prepararan platos sin carne en consideración con los invitados hindúes que asistirían. Esa celebración del Día de la Victoria era, además de una ocasión de regocijo por el fin de la terrible guerra, un punto que marcaba el inicio de un nuevo orden en el mundo. La bandera de los Estados Unidos allí es señal de un “cambio de guardia” geopolítico. Aunque el estandarte británico, coronado por el retrato del gran Churchill,  podía dar la impresión que el Imperio de Su Majestad seguía en pie, la verdad era que entraba en decadencia, como lo confirmarían la independencia de la India y de tantas otras colonias unos años después. Estados Unidos, cuyos soldados entregaron sus vidas para liberar a Europa, asumiría un papel fundamental en la reconstrucción del Viejo Continente, y pasaría a ser la principal potencia mundial, en competencia con la Unión Soviética. Un nuevo orden se instalaba.


Ese nuevo orden trajo muchos cambios. Dividió al mundo en dos bloques, el capitalista – democrático y el comunista – soviético. También desató un proceso de descolonización en Asia, África y América. Sin duda contribuyó al nacimiento del Estado de Israel, otro momento histórico que fue celebrado con mucha alegría en casa de mi abuelo Salomón, como me lo ha contado mi madre. La ola de descolonización llegó por supuesto a Marruecos, que se convirtió en país independiente en 1956. El conflicto árabe-israelí enrareció el clima de relativa convivencia pacífica que había existido entre marroquíes musulmanes y judíos.  Aunque en Marruecos no se llegó a los extremos que se vivieron en otros países árabes, la mayoría de los judíos decidió emigrar ante el riesgo de persecución y hostigamiento.


Es posible que ese nuevo orden, que nació de la victoria aliada y que se transformó en un mundo unipolar con la caída de la Unión Soviética, esté llegando a su fin. El otro día leí a un analista israelí que sintetizaba en una poderosa imagen la transición que se está produciendo: "En la plaza Tahrir de El Cairo la hegemonía de Occidente se está esfumando".  Este nuevo orden que está naciendo trae más preguntas que respuestas, más incertidumbre, y muchos temores. ¿Qué foto nos tomaremos para marcar este nuevo orden? ¿Podremos llamarlo el Día de la Victoria? ¿De la victoria de quién?

miércoles, 2 de febrero de 2011

De tal palo...

Mi hija Charlotte en su práctica de cine.

Esto de las memorias lo pone a uno sentimental. Uno quiere evitar caer en lo cursi, pero hay ocasiones en que la emoción lo arropa y uno se deja llevar por lo que siente. Más que recuerdo esta emoción es sobre el presente, el que ya va haciendo su camino, independiente de uno, como la vida que sigue, que se expande, y que también se repite. Hoy me emocionaron dos cosas. La primera, es la foto que me envió mi hija desde Montreal. Allí está Charlotte frente a una cámara 16 mm filmando sus primeras pruebas del curso de cine en el programa de comunicación en la Universidad Concordia. La segunda, el mensaje de mi sobrina Angie Benitah contándome que hoy había firmado el acta de graduación de Comunicadora Social de la Universidad Católica Andrés Bello. La vida se expande y se repite.


Esto de la comunicación es algo que se nos va convirtiendo en costumbre. Mi hijo Alessandro también estudia comunicación, y ya me ha dicho que le interesa el tema de la salud ó posiblemente explorar el área de las relaciones públicas. Gabriel, mi hijo mayor, estudió diseño gráfico, lo que también lo afilia con el mundo de los comunicadores. Era casi inevitable. Cheryl también es comunicadora, con experiencia en televisión y en publicidad. Y yo he estado en esto desde que tengo 18 años, primero en el periodismo, después en las comunicaciones corporativas, y como ya conté por allí, en las comunicaciones para/sobre la salud. 


La foto de Charlotte me trae el recuerdo de esas noches en casa de mis padres en Las Palmas, filmando con el equipo de SOMNUM , ó aquellas sesiones de radio entre el absurdo y el surrealismo que hacíamos en casa de Luis Parada (¿dónde habrán quedado esos casetes?). O los encierros en el cuarto oscuro de la universidad, cuando nuestro profesor de fotografía Jruscovek nos exigía que abriéramos la puerta, pues creía que no sólo estábamos revelando negativos. Un amigo, que no estudiaba comunicación y que tenía una novia que sí estaba en la carrera, me dijo una vez que lo que más le llamaba la atención era que los que estaban en comunicación se divertían un montón. Eso de andar con una cámara por allí inventando historias, haciendo entrevistas, las largas horas de edición de videos, los reportajes, la creatividad con la adrenalina y las hormonas de la juventud era puro disfrute. Es probable que los que estudian medicina ó ingeniería sientan algo parecido, pero no estoy seguro que sea lo mismo.  


Hay en esto de la comunicación, ya sea en una redacción de periódico ó en una agencia de relaciones públicas, una tensión, un estrés, que se termina convirtiendo en algo adictivo. Corremos siempre contra el reloj, estamos deslumbrados por la actualidad, que es más que la simple noticia, la simple rutina, porque pensamos, a veces de forma equivocada, que tenemos entre las manos algo trascendente. Estoy seguro que algo de esto le transmitimos a nuestros hijos y a nuestra sobrina. Algo de eso ha hecho que la vida se expanda, y en cierta medida se repita.   

miércoles, 19 de enero de 2011

Pesto y los delfines

Pesto en posición de combate al estilo canguro boxeador.

Me lo advirtió un amigo cuando empecé estas memorias a un ritmo acelerado.  “Te vas a quedar corto de recuerdos”, me escribió. No ha sido fácil mantener la disciplina de una entrada al día. Hoy regreso con un tema que me viene dando vueltas en la cabeza desde hace tiempo. Uno de los problemas es que no sé cómo denominar el fenómeno (o los fenómenos).  Podría llamarse mis experiencias de comunicación “transhumana”. O comunicación con otros “entes”. El más sencillo de abordar es mi experiencia de comunicación con animales. El otro, que vendrá después, se refiere a la comunicación con el “más allá”.


No fui un niño que tuvo mascotas. Para ser exactos, tuve pocas mascotas y nunca significaron relaciones muy profundas o de larga duración. Pasaron por mis manos las pequeñas tortugas y pececitos en un vaso, que terminaron en algún desagüe. También algún pollito, de esos de verbena que pintaban de colores. Uno de ellos creció un poco en casa, se convirtió en un pollo y una señora que trabajaba en la casa se lo llevó al rancho. Cuando ingenuamente le preguntaba por el pollo, me decía que allí estaba en el rancho, creciendo cada día más. Seguro que esa era una mentira piadosa para no revelarme que el pollito “morao” había terminado en un sabroso sancocho. Tuve un lorito, al que mi hermana y yo llamamos Sandro. Un día nos llevamos la sorpresa que se había escapado. Siempre sospeché que la muchacha de la casa lo había soltado.


Mis encuentros con los perros no siempre fueron felices. Cuando iba a casa de mis amigos que tenían perros, como los hermanos Bitán, con sus dos boxers y una collie (del tipo Lassie) me sentía bastante incómodo, por no confesar que un poco asustado. Lo mismo cuando visitaba la casa de mi tío Jaime, donde también había una collie (creo que se llamaba Linda) y después un chau chau que me intimidaban. Mi encuentro con un perro, digamos del “segundo tipo”, con Pinky, una especie de pudel con pekinés de mis primas Mechi y Cotty, fue más bien torpe, pues no sabía cómo pasearlo y hacer que me obedeciera. 


Entré de lleno en el mundo de las mascotas cuando conocí a Cheryl, mi esposa, pues en su casa vivía Paquita, chihuahua con pedigrí que se vestía con cuellos de tortuga para mantenerse caliente en las frescas Colinas de Vista Alegre. Después vendría Pulga, una doberman pinscher un poquito pasada de peso, que también vestía sus suéteres, sobre todo en diciembre. No entablé una relación muy profunda con ambas, pero debo decir que comencé a apreciar el lugar común sobre el “mejor amigo del hombre” (y de la mujer).


Mi vida dio un vuelco cuando mi hijo Alessandro trajo a la casa a Tica, diminutivo de la “gatica” que se encontró en una caja y que aceptamos se quedara unos días hasta que pasara uno de esos huracanes que azota a Miami. El huracán pasó, Tica se quedó, y por torpeza, ignorancia y flojera, no fue esterilizada y se puso a parir como paren los gatos. De Tica nos trajimos a Ottawa a Pesto y Susu (sus hijas), y a una nieta que se quedó huérfana, Mini. No sé si será la edad, o el encierro del invierno canadiense, pero mi relación con estas gatas, especialmente con Pesto (la preferida, pero no se lo digan a nadie), es comparable con la que puedo tener con un humano. Ellas se comunican con nosotros con su lenguaje particular de maullidos, “escarranchás” (del venezolanismo “escarranchar”), sobaderas y apretujones.  Un miau de reclamo, cuando piden comida, es muy distinto al miau de saludo (un “qué más, cómo estás”).  No digo nada que los que tienen mascotas no puedan confirmar en su experiencia cotidiana. Es cierto que a estos seres les falta articular las palabras, pero no es menos cierto que logramos con ellos una empatía que me atrevo a calificar de trascendental. 


Hoy leí que unos científicos proponen calificar a los delfines como “personas no humanas”, pues tienen un nivel de inteligencia superior a los humanos y un lenguaje bastante sofisticado.  Desde ya declaro a Pesto persona (y a Susu y Mini también, OK).

martes, 11 de enero de 2011

El recuerdo es virtual, el regaño no

Vista desde mi oficina. Nostalgia tropical.

“La realidad y mi recuerdo personal de la realidad son lo mismo”, dijo Jorge Luis Borges según su diccionario privado recopilado por Blas Matamoro. Otra manera de decirlo sería que todo recuerdo es virtual. Por eso me parece que hablar de memoria “virtual” resulta un tanto inadecuado, pues no hay otra manera de abordar el recuerdo que no sea a partir de una cierta virtualidad, de algo que está allí simplemente porque somos capaces de invocarlo a partir de imágenes, olores, sabores, palabras, que a veces dejamos plasmados en textos, fotos, dibujos, vídeos. Probablemente lo que hacen las plataformas digitales es ampliar nuestro acceso a estos recuerdos y al recuerdo de los otros, para cruzarlos, compararlos. Existe también el horror a la imposibilidad del olvido, a la memoria eterna, y a los rastros que vamos dejando para siempre y que un día podrían regresar para espantarnos, como bien lo analiza Ernesto Hernández Busto en este artículo publicado en El País.


Hay en este afán mío por las memorias una tensión personal que viene de mis dos polaridades: la judía, obsesionada hasta el extremo por los recuerdos (“no olvidar” repetimos en referencia a todas nuestras desgracias históricas), y la venezolana, que es más bien olvidadiza, que está más interesada en el presente, en lo inmediato, aunque en la última década, en parte por la influencia del mitómano que desgobierna el país, se ha volcado un poco más hacia la comprensión del pasado. Y claro, está la edad que reclama la nostalgia y nos obliga a hacer balances.


A otros amigos y colegas también les ha dado por allí, a cada uno con su tono y sus enfoques. Mercedes Fuentes, con recuerdos que se cruzan con los míos, los dos inmigrantes en una Venezuela amable, el país de la convivencia, abierto, accueillant. Elsy Manzanares, con la memoria que resuena en un presente en el que lucha por recobrar la libertad amenazada. Néstor Garrido, memorioso como ninguno, que recopila sus recuerdos guaros en unos excelentes programas de radio virtuales. Josué Fernández, que reflexiona también sobre la brutal actualidad y se proyecta en el futuro próximo con cierto optimismo. Y más recientemente, Henry Grunberg, que se ha dispuesto a hacer unas memorias de la imagen.


Esto de los recuerdos no siempre es tan virtual como uno cree. Tiene sus riesgos bien concretos. Mi nota anterior, la de los malagradecidos hijos que no avisan dónde están, me trajo un regaño. Mi madre me recordó que todo acto de memoria es selectivo. “No constaste aquella vez que…”, le escuché decirme por Skype. 

jueves, 6 de enero de 2011

¿Dónde estabas metido?

No envíes un telegrama, pero llama.

Mis hijos no conciben un mundo pre-celular (esto me suena a clase de biología de segundo año). Me explico: para ellos en el mundo siempre ha habido teléfonos celulares, no se pueden imaginar un mundo sin móviles. Ahora bien, ¿es la vida de los padres más llevadera gracias al celular? No estoy muy seguro. Empiezo con un par de anécdotas, de esas prehistóricas.


En agosto de 1978 mi padre mandó a movilizar a Defensa Civil, el grupo de rescate venezolano, para que saliera a buscarme a mí y a mis amigos Ernesto Schmied y Max Contasti por la Laguna Negra y el Pico Mucuñuque (me encanta este nombre) en la zona de los Andes merideños. Después de una semana en los parajes montañosos no habíamos dado señales de vida. La verdad era otra. Sí intentamos dar señales de vida, pero el estado de las comunicaciones en Venezuela en ese entonces no permitió que estas señales llegaran a su destino. Nuestra primera parada fue el pueblo de Santo Domingo. Allí buscamos un teléfono público para avisar que habíamos llegado bien. No era para sorprenderse, pero el único aparato estaba dañado. Así que decidimos, por iniciativa de Max, ir a la oficina de correos y enviar un telegrama a mis padres con el tranquilizador mensaje: “LLEGAMOS BIEN”. 


Después de una semana pescando truchas en la Laguna Mucubají, fuimos a la ciudad de Mérida a comprar provisiones. Allí conseguí un teléfono público que funcionaba y llamé a mi casa. Del otro lado de la línea mi madre gritó: “¿Dónde estabas metido?”, para seguidamente agregar el cuento de Defensa Civil y la sospecha que nos había caído una avalancha de nieve encima, y todas esas pesadillas que tenemos los padres cuando los hijos no se dignan a comunicarse con nosotros. Le dije que había enviado un telegrama, que debía haber llegado a Caracas al día siguiente. No, el telegrama no había llegado. De hecho, llegó dos semanas después, cuando yo ya había regresado a mi casa.


Al año siguiente (1979) también en agosto, yo estaba en el norte de Israel, en el kibutz Malkía, en plena frontera con el Líbano. Un sábado en la mañana, mientras tomaba sol en la piscina, un miembro del kibutz llegó gritando mi apellido: “Nahón, Nahón, llamada para Nahón”. Salí corriendo a una oficina donde me pasaron el auricular. De nuevo la voz de mi madre me reclamó, casi con las mismas palabras, porqué no llamaba. Ella estaba alarmada porque habían llegado a Caracas cuentos de que teníamos que pasar las noches en los refugios antibombas, porque los guerrilleros de la OLP disparaban desde el sur del Líbano cohetes katyushas hacia los pueblos y kibutzim ubicados en el norte.  La verdad es que la cosa no era todas las noches y que para nosotros, puede ser por la edad ó el gusto por la aventura, esto de los katyushas nos parecía mucho menos dramático.  Además, llamar a Venezuela no era fácil. No solamente había que conseguir un teléfono público, sino que había que comprar un montón de moneditas especiales que tenían un huequito.


Vuelvo a mi pregunta: ¿el hecho que nuestros hijos tengan un celular realmente hace que los padres estemos más tranquilos? Teóricamente sí. Pero, ¿qué pasa cuando no atienden? ¿O cuando no se dignan a responder un mensaje de texto? ¿O cuando prefieren tener el teléfono apagado, dizque que porque se “descargó”? Siento la misma angustia que mi pobre madre en los tiempos pre-celulares. Tenía razón mi padre cuando me repetía: “Hijos fuisteis, padres seréis”.

lunes, 3 de enero de 2011

Jewish talk (esto es lo que hay)

Una buena guía para aprender a hablar "judío".

Hay una escena de Seinfeld que resume para mí lo que podría ser la “comunicación judía” por excelencia. El padre de Jerry, que está pasando unos días en Nueva York, llama a un amigo en el Sur de la Florida (donde los viejos judíos norteamericanos se van a retirar), quien reacciona ante el imprevisto telefonazo preguntando con un grito muy judío: “¿Quién murió? ¿quién murió?”. La llamada no era para anunciar el deceso de nadie, sino para pedirle un favor. Pero en el código judío el “Who died?” dice mucho sobre esa forma de comunicarnos que tenemos los judíos bajo ciertos supuestos o presupuestos. 


Esta forma judía de comunicación trasciende la división asquenazí/sefardí. La escena de Seinfeld, que refleja la interacción entre dos judíos típicamente americanos, y probablemente neoyorquinos asquenazíes, podría haber sido protagonizada perfectamente por dos judíos marroquíes o turcos. El código judío, alimentado por una serie de imaginarios comunes que configuran el pensar y sentir judíos, tiene una cierta universalidad que incluso supera las barreras del tiempo. En algunos pasajes de la Biblia y el Talmud, por mencionar dos textos canónigos del judaísmo, encontramos ya algunos pasajes que podrían haber sido escritos por Woody Allen o los hermanos Marx. Por ejemplo, en un intercambio entre sabios alrededor del relato de la Torre de Babel recogido en el Midrash (leyendas o historias que complementan el relato bíblico)  se cuenta, al describir el hecho que Dios “bajó” a ver la construcción de la torre, lo siguiente: “Rabí Shimón ben Yohai dice: éste representa uno de los diez descensos mencionados por la Torá (efectuados por el Santo Bendito sea Él hacia la tierra). ‘Que los hijos del hombre habían construido’ . Ah bueno, y qué habrían dicho, exclamó Rabí Berejia, ¡que ellos eran hijos del asno o del camello!”. 


Hay un pequeño libro intitulado Jewish as a Second Language de Molly Katz  que recoge con humor una serie de situaciones y de diálogos muy informativos sobre el Jewish talk. Pero la comunicación judía también toca otros ámbitos que no solamente se refieren a lo verbal. En distintas ocasiones y lugares, ya sea Canadá, Estados Unidos, Venezuela ó Francia, he constatado que la atención en los lugares judíos donde se vende comida, sean kosher ó no, es generalmente bastante mala. Yo tenía la hipótesis según la cual el hecho que el lugar fuera kosher, es decir apto para el consumo de judíos, influía en el maltrato a los clientes, pues quien debe comer ó comprar allí no tiene muchas opciones. De alguna forma la deficiencia en la atención se expresaría en este idea: “Esto es lo que hay”. Pero no, mi hipótesis resultó equivocada, ya que el mismo tipo de trato lo he observado en sitios que se definen como restaurantes judíos pero que no son kosher. Así lo sentí, por ejemplo, en un lugar que ya no existe en Miami Beach llamado Rascal House. Mi familia y este servidor éramos fanáticos de los desayunos en Rascal, y eso a pesar del trato poco amable de quienes nos servían. Y que conste que a veces nos tocaban meseras filipinas o latinas que ya habían aprendido muy bien el código de la atención judía. A su ritmo (cuando ellas lo querían) y a veces con ciertas malas pulgas, nos servían esos dulcitos deliciosos con una cara que nos decía: “No te quejes que esto es lo que hay”.