No envíes un telegrama, pero llama. |
Mis hijos no conciben un mundo pre-celular (esto me suena a clase de biología de segundo año). Me explico: para ellos en el mundo siempre ha habido teléfonos celulares, no se pueden imaginar un mundo sin móviles. Ahora bien, ¿es la vida de los padres más llevadera gracias al celular? No estoy muy seguro. Empiezo con un par de anécdotas, de esas prehistóricas.
En agosto de 1978 mi padre mandó a movilizar a Defensa Civil, el grupo de rescate venezolano, para que saliera a buscarme a mí y a mis amigos Ernesto Schmied y Max Contasti por la Laguna Negra y el Pico Mucuñuque (me encanta este nombre) en la zona de los Andes merideños. Después de una semana en los parajes montañosos no habíamos dado señales de vida. La verdad era otra. Sí intentamos dar señales de vida, pero el estado de las comunicaciones en Venezuela en ese entonces no permitió que estas señales llegaran a su destino. Nuestra primera parada fue el pueblo de Santo Domingo. Allí buscamos un teléfono público para avisar que habíamos llegado bien. No era para sorprenderse, pero el único aparato estaba dañado. Así que decidimos, por iniciativa de Max, ir a la oficina de correos y enviar un telegrama a mis padres con el tranquilizador mensaje: “LLEGAMOS BIEN”.
Después de una semana pescando truchas en la Laguna Mucubají, fuimos a la ciudad de Mérida a comprar provisiones. Allí conseguí un teléfono público que funcionaba y llamé a mi casa. Del otro lado de la línea mi madre gritó: “¿Dónde estabas metido?”, para seguidamente agregar el cuento de Defensa Civil y la sospecha que nos había caído una avalancha de nieve encima, y todas esas pesadillas que tenemos los padres cuando los hijos no se dignan a comunicarse con nosotros. Le dije que había enviado un telegrama, que debía haber llegado a Caracas al día siguiente. No, el telegrama no había llegado. De hecho, llegó dos semanas después, cuando yo ya había regresado a mi casa.
Al año siguiente (1979) también en agosto, yo estaba en el norte de Israel, en el kibutz Malkía, en plena frontera con el Líbano. Un sábado en la mañana, mientras tomaba sol en la piscina, un miembro del kibutz llegó gritando mi apellido: “Nahón, Nahón, llamada para Nahón”. Salí corriendo a una oficina donde me pasaron el auricular. De nuevo la voz de mi madre me reclamó, casi con las mismas palabras, porqué no llamaba. Ella estaba alarmada porque habían llegado a Caracas cuentos de que teníamos que pasar las noches en los refugios antibombas, porque los guerrilleros de la OLP disparaban desde el sur del Líbano cohetes katyushas hacia los pueblos y kibutzim ubicados en el norte. La verdad es que la cosa no era todas las noches y que para nosotros, puede ser por la edad ó el gusto por la aventura, esto de los katyushas nos parecía mucho menos dramático. Además, llamar a Venezuela no era fácil. No solamente había que conseguir un teléfono público, sino que había que comprar un montón de moneditas especiales que tenían un huequito.
Vuelvo a mi pregunta: ¿el hecho que nuestros hijos tengan un celular realmente hace que los padres estemos más tranquilos? Teóricamente sí. Pero, ¿qué pasa cuando no atienden? ¿O cuando no se dignan a responder un mensaje de texto? ¿O cuando prefieren tener el teléfono apagado, dizque que porque se “descargó”? Siento la misma angustia que mi pobre madre en los tiempos pre-celulares. Tenía razón mi padre cuando me repetía: “Hijos fuisteis, padres seréis”.