jueves, 23 de diciembre de 2010

Tun tun, ¿quién es?...

Ilan Chester (Czentochowski) también canta “Niño lindo”

Por allí por el año 71 ó 72, había una niña del Moral y Luces, el colegio judío de Caracas, que cantaba en Las Voces Blancas de Elisa Soteldo. Lo recuerdo pues en uno de esos especiales navideños de televisión en el que salía el coro infantil cantando aguinaldos y villancicos, se comentó en casa, con cierta sorpresa, que esa niña entonaba con toda naturalidad el “Niño lindo, niño lindo, ante ti me rindo…”. Digamos que según ciertos cánones del más puro monoteísmo, no era de esperarse que una niña de la comunidad le cantara al llamado “niño dios”, lo que es desde la óptica judía no solamente un sinsentido, pues Dios no es niño, ni hombre, ni puede representarse de ninguna forma, sino un verdadero anatema. Sin embargo, esas consideraciones no impedían que uno terminara por aprenderse la melodía y, “sin querer”, cantara el conocidísimo villancico venezolano. Como pasaba con las gaitas que se referían a la Chinita, la advocación de la Virgen María que adoran los zulianos,  que uno cantaba a viva voz más por lo sabroso que resulta el ritmo gaitero que por ninguna consideración religiosa. 


En la Caracas en la que crecí, diciembre era un mes para la camaradería y la calle. Los niños patinábamos por las aceras y los parques hasta altas horas de la noche. Era también un mes de regalos, no porque en mi casa nos dieran regalos de Navidad, sino porque el 24 de diciembre es el cumpleaños de mi hermana Simy, lo que significaba juguetes para ella y para mí y mis primos Siky y Emilio. El 24 teníamos una buena razón para celebrar, así que no nos sentíamos totalmente aislados de nuestros vecinos cristianos que se reunían en familia en la víspera de la Natividad. 


Por nuestra conexión española, diciembre también era el mes del turrón, de los polvorones y de la sidra. También de las castañas hervidas, que le gustan mucho a mi padre. Mi madre aprendió a hacer un panetone que le quedaba buenísimo. Después aprendería también a hacer las hallacas y el pan de jamón, en su versión casher conocido como pan de pavo.  Debo mencionar aquí que mi mamá le puso un toque criollo a la tradicional oriza judeo-marroquí, agregándole plátano que sustituye muy bien a la batata (o boniato). 


El 31 los niños nos quedábamos en casa, mientras los adultos iban a los bailes en alguno de los grandes hoteles de Caracas para recibir el año nuevo al son de la Billo’s ó de Los Melódicos. Mi hermana y quien escribe recibíamos el año con nuestras primas Mechi y Coty, comiendo las 12 uvas de ocasión y jugando monopolio. 


Seguramente es la edad y la nostalgia, pero tengo la impresión que diciembre era en Venezuela un mes de tregua, de familia, de amistad. Es posible que no lo fuera para todo el mundo, es posible que todo fuera parte de aquella “ilusión de armonía” que denunciaron unos profesores del IESA. Pero en ese entonces, cuando escuchábamos cantar “Tun tun, ¿quién es? Gente de paz…” podíamos darle crédito a esas palabras. 

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Diálogo de sordos



Hay expresiones de uso corriente que son engañosas.  Dicen algo que parece obvio, que aceptamos como un lugar común. Pero a veces la experiencia desmiente la veracidad de tales expresiones. Esto me ocurre con la manida máxima que dice “esto es un diálogo de sordos” para significar que no hay entendimiento entre las partes, que no se escuchan.  Yo puedo dar testimonio que con los sordos el diálogo es posible, no sólo entre ellos, sino entre personas que supuestamente escuchamos bien (aunque mi esposa me reclame que casi nunca la escucho) y personas con discapacidad auditiva, para decirlo en los términos horribles de lo “políticamente correcto”.


A finales de los años 80 del siglo XX (esto ya suena a pre-historia), íbamos a la imprenta todos los viernes en la mañana a revisar las pruebas del semanario Nuevo Mundo Israelita antes que se imprimiera. Digo íbamos, pues allí estábamos siempre Néstor Garrido, María Teresa País de Visconti, Estrella Chocrón y este servidor. Veíamos página por página montadas a partir de la galeradas de textos que salían de las máquinas de fotocomposición. La imprenta se llamaba Textolisto y estaba ubicada en un edificio industrial en San Martín, no lejos del Hospital Militar.  El fuerte de ellos eran las revistas hípicas, las de lotería, una que era del tipo Crónica policial (de un amarillismo casi lírico) y las revistas pornográficas (siempre temí que alguna foto subida de tono se nos colara en el semanario, cosa que por suerte nunca ocurrió).


En la imprenta trabajaban algunas personas sordas. El INCE de Venezuela, instituto de capacitación técnica, instituyó un programa para formar a personas con discapacidad auditiva en el área de artes gráficas. Una de las grandes ventajas de los sordos, me decían los dueños de la imprenta, era que tenían una gran capacidad de concentración, lo que les permitía prestar atención particular a los detalles del montaje manual de textos y la realización de los fotolitos que después se “quemaban” en las planchas que se pondrían en la rotativa. La comunicación con estos trabajadores gráficos no solamente era fluida (ellos leían los labios y yo aprendí algunas señas del lenguaje de sordos), sino que iba más allá de los requisitos del trabajo. Uno de ellos (cuyo nombre lamentablemente no recuerdo) era particularmente locuaz. El se ocupaba de la fotomecánica. Mientras esperábamos que hiciera las pruebas, manteníamos conversaciones sobre lo humano y lo divino. Además, él tenía la capacidad de contar unos chistes buenísimos a punta de lenguaje de signos.


Los sordos no solamente eran buenos conversadores, sino excelentes bailarines. Todos los diciembres se hacía la fiesta de fin de año en la sede de Textolisto, donde por supuesto no podía faltar la música, especialmente la salsa y la tradicional gaita. La música sonaba por unos parlantes inmensos a todo volumen. Las parejas de sordos se ponían muy cerca de los altavoces para sentir las vibraciones que penetraban sus cuerpos y así bailar al ritmo de la salsa y la gaita.  Había en ese baile un diálogo entre cuerpos, que sin duda no era para nada un diálogo de sordos.

domingo, 19 de diciembre de 2010

Lágrima

Borroso pero vivo recuerdo de tiempos felices.

La foto que ilustra esta nota es borrosa como borrosa es la memoria. Allí salgo yo (en el extremo derecho). La tercera de izquierda a derecha es mi prima Sara Serfaty Cohén (Z’L), quien nos dejó esta mañana. La foto en realidad es una vieja toma en Super 8 que filmó mi tío Jaime Serfaty Laredo (Z’L) el día del Bar Mitzvá de su hijo Salomón Serfaty Cohén (Z’L). Recuerdo que la fiesta fue en la casa de mi tío en Las Mercedes (Caracas), una casa que para mi siempre fue un lugar especial. Tenía unos jardines que me resultaban inmensos, y una mesa de billar en la que todos los sobrinos nos iniciamos en el juego de las carambolas.


En este fin de annus horribilis las noticias tristes se han sucedido en lamentable secuencia. La partida de mi prima Sara ha sido una dura estocada. Ella era una optimista que nos contagiaba su alegría de vivir, incluso a los más pesimistas como yo. Había en su mirada una chispa que, además de inteligencia, revelaba un gran amor por su familia. Cada vez que nos veíamos nos transmitía una energía positiva, una energía que mantuvo incluso en los momentos más duros e ingratos. Sara fue una heroína en el pleno sentido de la palabra, como un héroe fue también su hermano Salomón. Estoy hablando de un heroísmo de lo cotidiano, anclado en la realidad, sin concesiones frente a la adversidad. Los dos lucharon como valientes contra la enfermedad y la desesperanza.  No puedo recordarlos sino con una sonrisa, con ese sentido del humor tan particular de los dos. Siempre tenían una ocurrencia, un comentario que le ponían sabor a las reuniones familiares.


Sara tenía una vena creativa que le venía de sus padres. Su mamá, Estherina Cohén de Serfaty (Z’L) era una pintora inspirada que nos dejó unos magníficos retratos de personajes históricos del pueblo judío. Una réplica de su retrato de Golda Meir está en casa de mis padres en Caracas, un retrato que impresiona por la profundidad en la mirada de la líder israelí que logró plasmar magistralmente la artista. Su papá, mi tío Jaime, era un poeta y compositor entusiasta, de tendencia romántica, cuya principal musa fue su amada Estherina. Sara también escribía, pero sobre todo pintaba, algo que descubrí más bien recientemente por esas cosas del Facebook, donde colocó algunas fotos de sus creaciones, cuadros figurativos donde juega con la geometría de cuerpos humanos y colores intensos. 


La casa de mi tío Jaime era un lugar de acceso a la modernidad. El tenía un especial interés por la innovación, particularmente por la innovación en la electrónica, el sonido y la imagen. En Tetuán tuvo una tienda de discos donde los jóvenes iban a escuchar el Cha-cha-chá y el Twist. El primer Betamax que tuvimos en casa era de los que importaba mi tío Jaime de Japón. El fue uno de los primeros que tuvo una antena parabólica en Caracas, lo que lo puso en sintonía con las noticias del mundo, que nos comentaba y analizaba como el mejor de los periodistas. Mis primos Sara y Salomón también heredaron este sentido cosmopolita de mi tío. Siempre manifestaron gran interés por los grandes temas que afectaban a la humanidad, y tenían un sagaz sentido de la política que desmenuzaban con pasión.


Estos recuerdos, como ese cuadro borroso de Super 8 filmado en 1971, me retrotraen a una época y a un país llenos de las ilusiones de la infancia y la juventud. Me llevan a esa casa de Caraballeda que mis tíos alquilaron para pasar los fines de semana con mi abuelo Salomón Serfaty (Z’L), buscando levantarle el ánimo después de que enviudó de su amadísima Sara (Z’L), mi abuela materna. Me devuelven al campo de golf donde los pequeños íbamos dándole a una pelotita blanca sin mucho sentido de lo que estábamos haciendo, pero inmensamente felices por jugar y estar juntos. Me ponen enfrente el bello rostro con la sonrisa iluminada de mi prima Sara, de bendita memoria, de bendito recuerdo.