sábado, 27 de noviembre de 2010

S.J.

El día de nuestra graduación en la UCAB: Isaac Nahón, Susana Soto,
Jesús María Aguirre, s.j. (padrino de promoción), y Néstor Garrido
En agosto de 1993 Emilio Píriz Pérez, entonces Director de la Escuela de Comunicación Social de la UCAB, me llamó al Diario de Caracas, donde yo trabajaba como Jefe de Política. Me dijo que el Rector de la universidad, el Padre Luis Ugalde, s.j., quería reunirse conmigo. No me dio más detalles. Me quedé pensando qué podría ser. Yo debía incorporarme en octubre para enseñar el curso de Comunicación Institucional, pero hasta allí llegaba mi relación profesional con la UCAB. Cuando llegué a la oficina del Padre Ugalde el Rector fue directo al punto: “Queremos que seas el Director de la escuela”. La oferta me sorprendió. ¿Por qué habían pensado en mi? Yo no tenía ningún mérito en particular. Había enseñado algunos años en la universidad y comenzaba a hacer algo de investigación. Pero la oferta era tentadora. Con cierta audacia  - pues insisto, no tenía méritos para asumir la dirección - la acepté (rompo el ritmo del relato, pues al releer esta frase no puedo dejar de pensar en aquella oprobiosa expresión, “la cual aceptó”).


Fueron una serie de circunstancias las que me llevaron a esa posición. He escuchado que Marcelino Bisbal, quien sin duda tenía todos los méritos y condiciones para asumir la dirección de la escuela, declinó el puesto. Emilio ya había aceptado pasar a la dirección de la biblioteca de la UCAB. Se presentó un vacío que significó para mi la gran oportunidad de volver a mi Alma Mater, esta vez como directivo de la misma. 


La Compañía de Jesús tiene entre sus misiones más importantes la educación. Se dedica tanto a educar a las clases medias y a las élites como a los más pobres (Fe y Alegría en Venezuela es testimonio heroico de ello).  No conozco muy bien a la Compañía, pero como alumno y empleado que fui de los jesuitas creo que entienden que a través de la educación se forma a la gente más allá de la adquisición de ciertos conocimientos o de una profesión. Es lo que viví como estudiante cuando me tocaron profesores jesuitas, quienes sin predicar de forma abierta y moralizante, predicaban de otra manera una ética ante el prójimo y ante la sociedad. Los nombres de aquellos jesuitas me vienen uno a uno. El Padre Francisco Arruza, s.j. , quien nos enseñó los rigores de la lógica y que nos insistía que un comunicador debería ante todo saber razonar correctamente, lo que no siempre es obvio ni común. El Padre Luis Azagra, s.j., que nos mostró que las estadísticas son una forma de interpretar a la sociedad más allá de los fríos números. El Padre José Martínez Terrero, s.j., quien nos introdujo en la economía, siempre con una visión crítica pero nunca dogmática. El Padre Jesús María Aguirre, s.j. (padrino de nuestra promoción), pionero de la investigación de la comunicación en Venezuela, quien nos abrió los ojos a la sociología de los medios, lo que fue en mi caso de gran inspiración y guía en mis estudios de postgrado. El Padre José Ignacio Rey, s.j., el combativo sacerdote e intelectual quien nos dio un curso, por demás fascinante, que se llamaba Fenomenología Socio-Religiosa y que era en el fondo una tremenda autocrítica sobre rol que la Iglesia Católica jugó en el proceso histórico latinoamericano.  


Como cada experiencia que nos marca en la vida, mi encuentro con los jesuitas ha dejado una huella indeleble. Puedo decir además que esta experiencia tiene mucho de extraordinaria, pues hace algunos años en ciertos países hubiera sido impensable. Si me detengo a analizarla un poco, es por demás esperanzadora, pues representa un ejemplo vivo de la convivencia entre seres humanos que reconocen y respetan sus diferencias,  al mismo tiempo que profesan el valor supremo de la fraternidad. Esto se ha afirmado en años recientes, cuando la UCAB, con el apoyo entusiasta del Padre Ugalde, profundizó los vínculos con la comunidad judía venezolana para que se desarrollaran allí cátedras y actividades orientadas a la difusión e investigación de diversos aspectos del judaísmo y de la historia judía. Con esto, como en tantas otras cosas, los jesuitas han predicado con el ejemplo.

viernes, 26 de noviembre de 2010

Si te olvidare, oh Jerusalén…

Esta foto la tomó Susana Soto en el monumento a las víctimas de la Shoá en Caracas   




Una tarde en 1987 (¿ó 1988?) Néstor Garrido llegó un poco molesto a la redacción del Nuevo Mundo Israelita. Venía de entrevistar a Ben Ami Fihman para un reportaje sobre escritores judíos venezolanos. Fihman, con su prepotencia proverbial, le dijo a Néstor que no se podía hablar de literatura judía. Fihman, provocador e iconoclasta, le lanzó al periodista: “Si vas a definir a un escritor como judío porque escribe sobre los judíos, entonces podríamos decir que Hitler o Geobbels fueron escritores judíos, pues escribieron mucho sobre los judíos y el judaísmo”. Estas fueron más o menos las palabras del crítico gastronómico para despachar el tema.

La irreverente propuesta de Fihman (que salió publicada tal cual en el reportaje) ponía el dedo en la llaga de la identidad, una llaga con la que todos los judíos hemos tenido que lidiar en algún momento de nuestras vidas. Es el problema eterno de ¿quién es judío? En otros términos, ¿qué hace a un arte, a una literatura, a un periodismo, a una cocina, judíos? ¿Por qué esta necesidad de definir todo desde la perspectiva judía? ¿Por qué este “judeocentrismo”?

Responder estas preguntas requeriría una serie de consideraciones y un espacio que sobrepasan el propósito de estas memorias fragmentarias. Pero vale la pena avanzar algunas ideas. La primera es que esto de la identidad es más bien relativo. Pensando en escritores, quién podría negar que Elías Canetti, Isaac Chocrón, Isaac Bashevis Singer, Amos Oz, Philip Roth, Elisa Lerner, por sólo nombrar algunos, son judíos en distintos momentos y en distintas formas en sus obras. En algunos, el signo judío es más marcado que en otros, pero quién se atrevería a decir, como lo pretendía Fihman, que estos escritores no produjeron una literatura judía, no solamente por sus orígenes, sino por el material y el estilo de muchas de sus creaciones.

Hay otro punto que Fihman, con su provocadora respuesta, probablemente quería evitar confrontar. La identidad no es puramente afirmación positiva, es también conflicto. Es lo que alguna vez llamé la “dolorosa identidad”, una expresión que me vino a la mente cuando Daniel Shoer Roth, ahora periodista en El Nuevo Herald de Miami, me contó una anécdota muy reveladora de los vericuetos de la judeidad. Daniel escribió un libro sobre cinco grandes periodistas de opinión judeo-venezolanos: Gustavo Arnstein, Alicia Freilich, Paulina Gamus, Carlos Guerón y Sofía Imber. Un día un reconocido editor y articulista venezolano, cuyo nombre me reservo, le reclamó a Daniel porqué no había incluido su nombre en el libro. Daniel le respondió sorprendido: “Nunca pensé que te consideraras judío”. Así es la identidad, gelatinosa, cambiante y profundamente emocional. Quién sabe si este editor y articulista, que en otra época de su vida prefirió evitar la identificación con lo judío, con los años sintió una necesidad de sentirse a su manera judío.

El salmo que inspiró el título de esta nota dice mucho de esta conciencia del “deber de identidad” que sentimos muchos judíos: "Si te olvidare, oh Jerusalén, olvídeseme mi diestra. Péguese mi lengua al paladar si no te recordare, si no alzare a Jerusalén a la cabeza de mis alegrías" (137, 5-7).

Le malade imaginaire

Cuando uno se pregunta porqué uno está donde está, no queda otra que mirar hacia atrás y comenzar a atar cabos. ¿De dónde me vino esta obsesión por los temas de salud? ¿Por qué ese interés casi morboso por lo patológico? La explicación fácil, y sin duda fundamentalmente cierta, es que siempre he sido un hipocondríaco. El año que hice de psicoanálisis me sirvió para exorcizar recuerdos infantiles, traumas y angustias. No creo que me deshice de ellos ni mucho menos. Los sublimé, manejé, manipulé, aprendí a autoengañarme. Pero la hipocondría siguió siempre allí, con sus momentos agudos y sus períodos de latencia. Otra razón es la impronta maternal. Mi madre, farmacéutica, tiene mucho que ver con las preferencias académicas (y también con la hipocondría). Ella hubiera querido que yo fuera médico, que me hubiera ido a Israel a estudiar con su hermano, mi tío, traumatólogo en Beersheva.  Las cosas no ocurrieron exactamente como ella lo soñó, pero de alguna manera la impronta de la salud marcó mi carrera profesional y académica.

En 1990 yo trabajaba en Empresas 1BC, el conglomerado que agrupaba a RCTV, Radio Caracas Radio, Sonográfica, entre otras compañías. Mi jefe era Josué Fernández, mi profesor y amigo, que era el Vice-Presidente de Asuntos Corporativos.  También trabajaban conmigo Rafael Pedraza, quien me había recomendado para la posición de Gerente de Entorno, y Raúl Llovera Mayz. Mi equipo de análisis de entorno lo integraban para entonces dos jóvenes egresados de la UCAB: Isabel Fornez y Ramón Chávez.  Un día leí en el periódico un anuncio de Fundayacucho donde se informaba de un acuerdo con la Provincia de Quebec (Canadá) para becar estudiantes venezolanos en las universidades de habla francesa. Yo sabía algo de francés y tenía desde hace algún tiempo la inquietud de hacer una maestría. Lo consulté con Josué, quien me animó a iniciar el proceso para que me admitieran en una universidad quebequense. El había tenido la oportunidad de hacer su maestría en los Estados Unidos, y pensaba que esa sería una gran experiencia de crecimiento personal y profesional. También lo conversé con Rafael y Raúl, quienes igualmente me dieron ánimos para venirme a Canadá. De hecho, recuerdo que fue Raúl Llovera una de las primeras personas con las que comenté mi interés en asociar comunicación y salud en mi maestría. Obviamente el componente hipocondríaco estaba presente en esta inclinación, pero también una curiosidad intelectual por explorar la influencia de los medios de comunicación en las formas en la que percibimos los problemas de salud.

En agosto de 1991 nos mudamos a Montreal. Cheryl estaba embarazada de Charlotte, que nació allí (es la canadiense de la familia; los demás seremos siempre unos canadienses “reencauchados”). Hice mi maestría en comunicación para la salud. Mi tesis, supervisada por la Profesora Micheline Frenette, fue un análisis de emisiones de televisión especializadas en temas de salud. Cuando volvimos a Venezuela en 1993 y me encargué de la dirección de la Escuela de Comunicación Social de la UCAB, ya venía con la idea de desarrollar una línea de investigación en salud.  En 1995 leí otro anuncio de prensa. La Organización Panamericana de la Salud informaba de un programa de becas para investigadores en ciencias sociales y salud. Pensé entonces en la oportunidad de hacer el doctorado. Presenté un proyecto en la Universidad de Montreal, y de nuevo en agosto de 1995 estábamos de regreso en la metrópolis quebequense. El foco fue otra vez comunicación y salud, pero en esta oportunidad  más orientado hacia las políticas de salud. Bajo la dirección de Gilles Brunel (qepd), hice una tesis sobre el discurso público alrededor de la reforma de la salud en Venezuela. En 1998, después de finalizar los cursos del doctorado, recibí una llamada desde Caracas en mi apartamento en Montreal. Era Rafael Pedraza, en ese momento Director General de la agencia de relaciones públicas Burson-Marsteller en Venezuela. Me hizo una propuesta: vente a montar el negocio de salud de la agencia en Caracas. Le acepté la oferta. Después de dos años en la filial venezolana, Paco Polo, quien era el jefe regional del sector salud de la agencia en Miami, me invitó a unirme a su equipo. Pasé siete años allí, donde llegué a ser el responsable de la práctica de salud para Latinoamérica. Me había quedado, sin embargo, el gusanillo universitario, así que cuando se presentó la oportunidad de venirme a la Universidad de Ottawa no lo dudé mucho.

Este campo me ha dado muchas satisfacciones. Alimenta esa necesidad de “saber” que tenemos todos los hipocondríacos. Desde los tiempos de la maestría en Montreal, pasando por el manejo del negocio farmacéutico en Burson-Marsteller, hasta mis recientes investigaciones sobre diabetes y cáncer, he creído que aprendiendo más sobre lo patológico ejerzo algún control sobre la enfermedad. Claro que se trata de una ilusión, una ilusión sin mucho porvenir, parafraseando a Freud. La enfermedad, lo he comprendido con los años,  está siempre al acecho y se presenta incluso cuando creemos que la tenemos a raya. Lamentablemente en estos días me lo ha confirmado la experiencia, cuando la enfermedad se ha llevado a amigas de forma injustamente prematura.

P.S: La foto que acompaña esta nota no está muy clara, pero viene como anillo al dedo. En ella están, vestidos de “médicos”, los integrantes del equipo de salud en Burson-Marsteller Miami (aprox 2004): Mariateresa Carrasquero, Marcela Vaccaro, Harold Hamana, Isaac Nahón, Stephanie Camargo y Vanessa Gelman.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Llegó el télex

Isaac Nahón, Susana Soto, Néstor Garrido y Pedro Luis Cedeño en NMI
Corrían los primeros años de la década de los ochenta cuando me inicié en esa escuela de periodismo que fue para muchos de nosotros el semanario Nuevo Mundo Israelita. Estudiaba en la noche en la UCAB y en las mañanas trabajaba en el periódico de la comunidad judía. Mi primera jefa fue Priscilla Abecasis, una directora jovencita con mucho ímpetu y mucho profesionalismo. Formaban parte también del equipo Judith Crosignani (coordinadora de información), María Teresa Pais de Visconti (diagramación), Alberto Sisso y León Tejtelbaum (fotógrafos). Priscilla dejó la dirección pues se fue al Museo de Bellas Artes, y Judith asumió las riendas del periódico por un tiempo. Judith también cambió de rumbo profesional, y Pablo Goldstein fue nombrado director del semanario por segunda vez. Después se incorporaría al equipo Oro Jalfón. Más tarde se integrarían Néstor Garrido, Susana Soto, Pedro Luis Cedeño, Charlie Riera y Estrella Chocrón. También colaboró con nosotros Mercedes Russo, quien escribía unas entrevistas de personalidad muy buenas. Entre idas y venidas, ocupé la dirección del semanario en dos ocasiones.

De los recuerdos de esa época no se me olvidan los días de cierre, los jueves, en los que esperábamos la llegada del télex para terminar la primera página del semanario. El télex era un “chorizo” de noticias que llegaban desde Israel por un teletipo que había en la Unión Israelita de Caracas, donde están ubicabas las oficinas del Nuevo Mundo. El télex lo enviaba una agencia llamada JNI, venía escrito en mayúsculas y terminaba  siempre con la expresión en hebreo SHALOM RAV ("paz abundante" sería una traducción posible). El “chorizo” nos proveía parte del material de primera página, que se completaba con noticias locales.

A la luz de los avances que hemos visto en las tecnologías de información y comunicación, contar esto me ubica casi en la prehistoria del periodismo. Estamos hablando de hace apenas  20 años, pero los cambios han sido tan dramáticos que me siento como si hubiera sido testigo del nacimiento de la imprenta de tipos móviles de Gutenberg.

Recordando esos tiempos de télex me vino a la memoria una discusión que se dio en el gremio periodístico venezolano sobre el uso de los llamados Video  Display Terminals  (VDT) en las redacciones de los diarios. El Sindicato Nacional de Prensa emitió un comunicado en 1978 en el que denunciaba que “al periodista se le pretende añadir una nueva función según la cual estaría obligado a alimentar la memoria central de una computadora con la información que su sagacidad, su inteligencia y su fuente le han proporcionado”. El sindicato buscaba proteger los puestos de trabajadores gráficos que transcribían en los terminales las cuartillas escritas por los periodistas. De hecho, prohibió por un tiempo que sus afiliados usaran los VDT en las redacciones, con la excepción de quienes ejercían funciones de secretarios de redacción. Ya sabemos cómo terminó esta historia.  Probablemente haya algunas lecciones que sacar de la polémica sobre los VDT. El oficio del periodista se está redefiniendo dramáticamente y todavía hay quien le tiene miedo a los “VDTs” de ahora. Vivimos tiempos de muchas preguntas y mucha incertidumbre para el periodismo, pero también tiempos de grandes oportunidades.

Más producto serás tú



“Yo no soy un producto”, me espetó Carlos Andrés Pérez en 1988 apenas comenzaba una entrevista que le hice en su famosa oficina de la Torre Las Delicias para la revista Producto. Preparábamos un número especial sobre mercadeo político en Venezuela que saldría en plena campaña electoral. Entrevistamos a los candidatos (recuerdo que mi colega Jessie Caballero entrevistó a Eduardo Fernández, El Tigre), ex –presidentes y asesores de mercadeo político, como el famoso Joe Napolitan. CAP, que estaba en camino de ganar su segunda presidencia, comenzó la entrevista de forma defensiva, tratando de hacer un chiste, pero sin duda revelando un lado débil. Al decirme “yo no soy un producto”, se estaba anticipando a una pregunta que le hice enseguida: “¿Pero no es usted un producto del marketing político?”. En su primera campaña electoral, por allí en 1972, se dijo que asesores norteamericanos crearon un CAP digerible para las grandes masas. El lema “Ese hombre sí camina, va de frente y da la cara”, los jingles pegajosos de Chelique Sarabia (el mismo de Ansiedad) y un nuevo look (las patillas largas y una forma de vestir más deportiva) contribuyeron a crear al personaje político que se convirtió en la referencia por excelencia del populismo adeco y de la Venezuela Saudita (ver video que acompaña esta nota). Las cosas cambiaron en la segunda presidencia. El hombre que “hubiera preferido otra muerte” (en sus propias palabras, cuando le tocó renunciar a la presidencia por orden de la Corte Suprema de Justicia) trató de hacerle tragar al país un paquete de reformas económicas con el discurso de los tecnócratas que lo acompañaban en el gabinete. Pero el “producto” CAP defraudó a las masas y a ciertas élites que esperaban retornar a la promesa de la Gran Venezuela y del "ta'baratismo" (por lo de “está barato, dame dos” del mítico 4,30). Su branding, como dirían los expertos en mercadeo, se convirtió en cierta medida en su peor enemigo; su imagen de populista dinámico, enérgico, decidido, generó unas expectativas que no pudo cumplir. El Caracazo de febrero de 1989, apenas unos días después de la toma de posesión de CAP, fue el primer síntoma severo de la decadencia de un sistema que entraba en su etapa terminal.

Cabe preguntarse si las miserias de la política de hoy en día, tanto en Venezuela como en el resto del mundo (pienso en España, Italia, Israel, Canadá, Estados Unidos, entre otros países), no son justamente en parte la consecuencia de este énfasis en el branding y en el empaque para vendernos a políticos potables. La preeminencia de la imagen y del discurso efectista ha dejado de lado la substancia y una visión del futuro. Es difícil encontrar hoy referencias como un Churchill, un Rómulo Betancourt o incluso un Felipe González. Basta pensar en Berlusconi para hacerse una idea de las consecuencias terribles que una política de la imagen asociada con el poder económico pueden tener para un país. Pero no pensemos nada más en los ejemplos que nos vienen de la derecha. Nuestro mercadeo político venezolano, con el disfraz del discurso de izquierda, creó un producto que con la máscara del progresismo y el cambio nos ha retrotraído a los peores tiempos del caudillismo autocrático. En el fondo se trata del mismo fenómeno. Pura propaganda adobada con la sazón de los petrodólares. Veremos hasta cuándo aguantará el pueblo que, como en el caso de CAP, está deslumbrado por la promesa populista.

martes, 23 de noviembre de 2010

“¿A las ocho y media?”

Mi amigo Ernesto Schmied se acordará que en nuestra época de “oyentes” en la Escuela de Arte de la UCV en 1980, había unas mellizas que nos gustaban y a las que les echábamos los perros a nuestra manera; es decir, con invitaciones a actividades culturales (importante aclaratoria: para ese entonces no había conocido yo todavía a mi esposa Cheryl). Las mellizas eran aficionadas, como nosotros, a la música clásica, tema del que conversábamos en el cafetín de la universidad. Un día se nos ocurrió invitarlas a un concierto de música barroca que se celebraría el sábado en una iglesia de Prados del Este. Las dos mellizas, con una sincronía propia de mellizas, preguntaron al unísono: “¿A qué hora es el concierto?”. Uno de nosotros respondió: “A las ocho y media de la noche”. De nuevo, al unísono las hermanas preguntaron: “¿A las ocho y media?”. Se vieron las caras y hasta allí llegó la conversación sobre nuestra propuesta para una salida a cuatro. Se despidieron de nosotros sin un sí o un no a la invitación, lo que asumimos como un no. Lo peor fue que el sábado las vimos en el concierto acompañadas por los que suponíamos eran sus padres.

Traigo el cuento en cuestión para abordar un tema que era caro a nuestro recordado profesor de Teoría de la Comunicación en la UCAB, el guerito Carlos López Gómez, el problema de la incomunicación.  López Gómez nos introdujo a un pequeño libro del psiquiatra español Carlos Castilla del Pino intitulado justamente La incomunicación.  Cuando el guerito nos mandó a leer el libro éramos todavía unos chamos sin la suficiente madurez para entender el asunto que se traía entre manos Castilla del Pino. En todo caso, percibíamos una cierta contradicción en estudiar la incomunicación en un curso de Teoría de la Comunicación. ¿Por qué ocuparse de la no comunicación? Con el tiempo he aprendido a apreciar la perspectiva de Castilla del Pino. Desde una dialéctica negativa, desde la negación de la comunicación, el psiquiatra nos propone un marco para entender los retos de la verdadera comunicación humana para superar el malentendido y salir de la anomia que Castilla del Pino identifica como causa de la incomunicación a escala social.

Lo interesante del planteamiento del psiquiatra español es que en 1969, cuando se publicó la primera edición de su libro,  ya avizoraba los problemas de la sociedad de la llamada “hipercomunicación”.  Su planteamiento tiene aun más valor, pues problematiza la comunicación en el momento en que autores como McLuhan presentaban una visión optimista de la “aldea global”. Castilla del Pino ya nos advertía que más medios y más tecnologías no garantizaban mejor y más comunicación. Como en el caso de las mellizas de la Escuela de Arte, siempre hay el riesgo de que la comunicación se interrumpa.  Puede ser falta de interés, timidez, anomia. Pasa hoy a cada rato, incluso en las famosas redes sociales, cuando no recibimos respuesta de nuestro interlocutor, cuando se ignora una pregunta, un comentario, o la reacción se limita a un monosílabo hermético.  Con la distancia de los años me pregunto si las mellizas cortaron la comunicación pues ellas esperaban otra cosa que una invitación para ir a un concierto aburrido, a cual acudirían de todos modos con sus padres. ¿Qué dices Ernesto? 

No estoy aquí, no me mires

Cuando regresé a Caracas en 1993, después de haber hecho la maestría en comunicación en la Université de Montréal, compartí con algunos amigos un descubrimiento: la Escuela de Palo Alto. No es una escuela física ni mucho menos. Es una  “escuela virtual” de pensamiento sobre la comunicación que se desarrolló en Palo Alto, California, alrededor de la figura del antropólogo Gregory Bateson. Recuerdo que mi amigo Rafael Pedraza y este servidor enseñábamos en la UCAB en ese entonces el curso de Comunicación Institucional. Nos entusiasmó mucho una idea de  Bateson y de sus discípulos; la comunicación es un acto potencialmente pleno de paradojas. Por ejemplo, cuando ordenamos a alguien “sé espontáneo”, lo estamos poniendo ante una situación que no tiene solución, pues le estamos pidiendo que sea “espontáneo”, lo que hace que su comportamiento, derivado de nuestra orden, deje de ser espontáneo. Bateson formuló una teoría llamada del “double bind” (la “double contrainte” en francés o el “doble vínculo), sobre los efectos de estas órdenes claramente contradictorias en el comportamiento de la persona, a veces con consecuencias patológicas. Bateson incluso llegó a formular una hipótesis sobre el origen de la esquizofrenia en individuos sometidos a “double biding” en familias comunicacionalmente disfuncionales. Me acordé de Bateson y de mis conversaciones con Rafael Pedraza sobre los problemas de la comunicación paradójica en las organizaciones, cuando leí la noticia que el gobierno de Hugo Chávez emitió un decreto prohibiendo que el nombre del presidente se use en las obras públicas.  Reporta El Universal de Caracas que el decreto N° 7.836, publicado en la Gaceta Oficial N° 39.556, del pasado 19 de noviembre, "prohíbe el uso del nombre, imagen y figura del Presidente de la República para la identificación, nombre y denominación, caracterización, tipificación, calificación y designación (...) de la obras de infraestructura de cualquier naturaleza". Interesante paradoja la de este decreto. El presidente venezolano que más ha abonado el terreno del culto a la personalidad, ahora prohíbe “oficialmente” que se le rinda culto a su persona a través de las obras y propaganda del régimen. Según el politólogo y profesor Herbert Koeneke,  Chávez trata de evitar con esta medida que se asocie la incompetencia de su gobierno con su imagen. En el fondo, argumenta nuestro colega, Chávez no quiere cargar con el pasivo que implica vincular su nombre con el desastre administrativo de su régimen. Koeneke tiene razón, pero creo que hay otra cosa que se le escapa. Este decreto tiene todas las características de un “double bind”, de un “doble vínculo”. El omnipresente Chávez, con sus interminables Aló Presidente y sus cadenas perpetuas, nos dice que él quiere pasar por un discreto líder que no permite que se use y se abuse de su imagen con fines políticos.  Dentro de su estrategia retórica prepara el siguiente argumento (falaz, por cierto): “Yo he prohibido que se use mi nombre en las obras del gobierno pues no tengo ningún interés en promover mi persona”. Yo, el supremo, decido que no habrá culto a la personalidad, dice Chávez. Claro, el decreto tiene una salvedad. El nombre y la imagen de Chávez podrán ser usados solamente “previa autorización del presidente”. Más “doble vínculo” pues, más comunicación paradójica en una sociedad que, víctima de tantos “double binding”, pareciera vivir una especie de esquizofrenia colectiva.

lunes, 22 de noviembre de 2010

SOMNUM: el sueño, la pesadilla de la TV



Este video lo produjimos un grupo de estudiantes que nos iniciábamos en el mundo de la comunicación en 1981. Estábamos en el primer año de Comunicación Social en la Universidad Católica Andrés Bello en Caracas, Venezuela. La profesora Beatriz Sanz nos pidió desarrollar una "narración onírica con sincronismo en su acepción moderna". El equipo, integrado por Rafael Pedraza, Cristina Beneyto, Erika Flores, Alejandra Pinedo, María Antonieta García e Isaac Nahón, montó una historia con un argumento simple (nos acompañaron en la realización de la música y la banda sonora, Ernesto Schmied y Davide Martini). Un hombre llega borracho a su casa después de una noche de copas. El reflejo condicionado hace que encienda el televisor, que ya a esa hora no difunde programación alguna (estamos en 1981 en la Venezuela pre-cable, cuando las televisoras terminaban de transmitir en la madrugada). Se queda dormido y sueña que televisores lo persiguen para devorárselo. Los aparatos le lanzan imágenes de viejas películas mudas, anuncios publicitarios y cortos de noticieros. Destacan los clips del Nosferatu de Murnau y del Perro andaluz de Buñuel. La calidad de la realización es discutible. Los medios de producción con los que contábamos entonces eran limitados. Estábamos aprendiendo. De todos modos, el video contiene varios temas que representan el "espíritu de una época":

1. El video es profundamente "apocalíptico" en su representación de lo urbano y de la televisión como medio alienante. Siguiendo las lecciones que recibíamos de nuestros profesores críticos (en el sentido de la Escuela de Frankfurt), la TV era ante todo dispositivo de control de las mentes, y los televidentes víctimas de la maquinaria ideológica (la "Celestina mecánica" llamó a la TV la entonces profesora en la Universidad del Zulia, Marta Colomina).

2. Las referencias de sincronismo hablan de un mosaico de influencias que privilegian el expresionismo (pesimista) y el onirismo (surrealista e irreverente). Más que convicciones políticas, la selección de las películas de Murnau y Buñuel representan un gusto, una inclinación estética, un juego entre lo actual y lo "clásico", una búsqueda de diálogo entre lo "nuevo" y lo "viejo".

3. La música del video es pura creación libre, inspirada en las imágenes que íbamos viendo, en un flujo de tensiones bajo el ostinato del cello, los arrebatos del piano, los puntillazos del violín, y el disfrute de lo lúdico como forma de abordar la creación (espontaneidad que añoramos).

4. El humor toma distancia del tono apocalíptico de la trama. La basura que sale de la TV es un recurso retórico, crítico, pero es ante todo comentario sarcástico.

5. Es el reflejo de una época. Hoy nadie podría concebir una pantalla sin programación a altas horas de la madrugada (el cable cubre de forma total todas las horas, todos los días, todos los momentos). Tampoco existe el pasivo/borracho televidente frente a la nada. Hoy tenemos al hiperactivo/borracho internauta, bloguero, twittero, facebookero, frente a la superabundancia informativa atomizada.