sábado, 4 de diciembre de 2010

¿Me recuerdas?

Mis abuelos Sara Laredo y Salomón Serfaty el día de su compromiso. Esta foto se convirtió en una postal que dedicaron a sus hijos y nietos en sus 50 años de casados (la imagen es cortesía de mi primo Salomón Serfaty que vive en Israel)

¿Cómo comunicar el olvido? Aparentemente la pregunta contiene una paradoja, pero es sólo aparente. El olvido se comunica justamente en la imposibilidad de comunicar lo olvidado. El contenido de la comunicación del olvido es el “no me acuerdo”.  El problema es que el “no me acuerdo” interrumpe la secuencia de la interacción, nos coloca en un impasse, en un callejón sin salida. La desmemoria paraliza la comunicación. 


Eso fue justamente lo que me ocurrió en Caracas en junio pasado. Asistía a un evento social en el que me encontré con gente querida que no había visto hacía tiempo. Cada saludo fue un reencuentro con referencias a recuerdos comunes, especialmente recuerdos agradables; vivencias de escuela, paseos, encuentros fortuitos, aventuras profesionales. La dinámica de los reencuentros y de los recuerdos fluía bien, hasta que me acerqué a saludar a un querido educador y dirigente de la comunidad judía venezolana a quien conocía desde hacía muchos años, y con quien incluso trabajé siendo Director del Nuevo Mundo Israelita. “¿Cómo está?”, le dije. “Soy yo, Isaac, Isaac Nahón, del Nuevo Mundo”.  La expresión de mi interlocutor era una mezcla de sorpresa y de neutralidad: “No lo recuerdo, disculpe, pero no sé quien es usted”, me dijo. “Perdone, no es usted el problema, soy yo…”, agregó tocándose con el dedo índice la sien derecha, como diciéndome que la causa del olvido estaba en su cerebro. Le pedí disculpas a mi desmemoriado interlocutor. Sentí una gran tristeza.


En esos segundos de interacción fallida se creó un vacío tremendo, por lo menos un vacío en un lado de la díada comunicacional. Mis recuerdos, mis experiencias, mis sentimientos, no encontraron eco en el otro. De hecho, fue un acto de empatía fallida, y sabemos que la empatía, como bien lo ha dicho Antonio Pasquali, es la condición sine qua non para que exista une verdadera comunicación. De otro modo, sin la posibilidad de empatía, estaremos hablando de simple transmisión de información de orden instrumental, de un acto unidireccional. 


El asunto de la memoria y la desmemoria se presenta hoy como un desafío en la era de las redes digitales. Hay quien piensa que gracias a Internet tenemos acceso a una memoria extendida, a una fuente casi inagotable de la memoria de la humanidad. Los optimistas creen que gracias a Internet no olvidaremos, y que mejor aun, cosas que habíamos olvidado o ignorado emergerán para convertirse en parte de la memoria colectiva. Los pesimistas piensan que tanto recordar no es necesariamente bueno, que un exceso de memoria puede tener consecuencias brutales para los individuos y para la sociedad. En un interesante artículo publicado en El País el pasado septiembre, titulado Memoria y olvido en la era de Internet, Ernesto Hernández Busto evalúa el impacto que tendrá ese pasado eternamente presente en nuestras vidas.  


Si bien el olvido puede tener algo de terapéutico (por ejemplo, olvidar y perdonar van de la mano), se me hace difícil revindicar la desmemoria, incluso cuando la memoria nos puede resultar apabullante, como en el caso de esta memoria virtual “eterna”. Prefiero el “bendito recuerdo”, como decimos los judíos para evocar la memoria de quienes se fueron, que la desmemoria triste y a veces trágica. 

Tan lejos, tan cerca

Kanata, Caracas
Hace un par de meses iba yo en el autobús de camino a la Universidad de Ottawa a eso de las 8:45 a.m., cuando recibí un mensaje por el Blackberry. Era mi hermana desde Caracas que me decía: “Mamá quiere saber si el que hizo la pregunta que César Miguel Rondón leyó en la radio eres tú”. Al principio no entendía muy bien lo que me quería decir.  Me tomó unos segundos caer en cuenta que sí, que esa mañana, más o menos una hora antes, sentado frente a la computadora con la que escribo esta nota, le envié una pregunta a César Miguel desde mi cuenta de Twitter (@emilioelmoro). “Es que leyó una pregunta que le envió emilioelmoro”, agregó mi hermana. “Mamá quiere saber si es el mismo emilioelmoro que ella conoce”. Entonces todo cuadró perfectamente en mi cabeza. Mi madre, que como yo sintoniza el programa radial de César Miguel cuando se levanta todas las mañanas  (ella en Caracas, yo en Ottawa), escuchó la pregunta  que hizo un tal emilioelmoro.  Llamó entonces por teléfono a mi hermana, quien a través del Blackberry  cerró un circuito de comunicación global para que todo quedara confirmado. Mi respuesta fue: “Y qué otro emilioelmoro podría ser”.


Ese día me quedé dándole vueltas a lo que había ocurrido. Incluso lo comenté con mis estudiantes. Tenía la impresión que el evento era al  mismo tiempo banal y extraordinario. Banal, pues es ya parte de nuestra rutina de comunicación. A través de Skype, del Blackberry, Facebook, Twitter, estamos todos en todo y en todas partes. Pero era también extraordinario, pues yo, que estoy tan lejos de mi madre y de mi hermana, sentí por un momento que estaba muy cerca de ellas compartiendo un mismo espacio-tiempo desde el autobús del transporte público de Ottawa. En ese pequeño intercambio de mensajes desde el autobús se produjo un aceleradísimo viaje virtual desde Kanata (el suburbio donde vivo) a La Florida, la zona de Caracas donde viven mi madre y mi hermana. 

Esta sensación de cercanía e inmediatez contrasta con la que viví estando en Montreal hace casi 19 años. El 4 de febrero de 1992 estaba preparándome para llevar a  mi hijo Alessandro a la guardería cuando el locutor del noticiero de televisión de Radio Canada dijo: “Anoche en Caracas, Venezuela, paracaidistas trataron de tomar el palacio presidencial y derrocar al presidente Carlos Andrés Pérez”. El 27 de noviembre de ese mismo año, a eso de las 4 de la madrugada, recibí una llamada de una amiga que vivía entonces en Toronto para decirme que había un golpe de estado en marcha en Venezuela y que esta vez los golpistas habían tomado el poder. Me dijo que Chávez estaba hablando por televisión (después supe que ese era un mensaje grabado desde Yare donde estaba preso). Tanto en febrero como en noviembre mi primera reacción fue llamar a mis padres y a mis suegros, quienes nos dieron un breve reporte de la situación. Las informaciones las seguía por los medios canadienses, que no daban grandes detalles, y por la radio de onda corta, especialmente por el servicio latinoamericano de la BBC, que informaba con mayor profundidad. Para tener acceso a análisis y opiniones sobre la inestabilidad política en Venezuela leía El Nacional que llegaba con varios días de diferencia a la Librería Española. También consultaba los ejemplares de El País de Madrid  en la biblioteca de la universidad, ejemplares que también llegaban un par días después que habían circulado en España. Con las llamadas a la familia, los periódicos viejos y alguna que otra referencia en la televisión canadiense y los reportes de onda corta, uno se iba creando una opinión de lo que pasaba en Venezuela. Sin embargo, todo se iba estructurando lentamente, de forma fragmentaria, como un rompecabezas que había que ir armando con paciencia.

Hoy es imposible desconectarse de Venezuela. Sigo las noticias del país en Internet en un ciclo sin fin 24/7. Escucho la radio y veo la televisión de Caracas. Cuando Chávez inicia una cadena y voy en el autobús de regreso a mi casa en Kanata, puedo leer en el Blackberry lo que el presidente va diciendo, reportado con precisión obsesiva por Alberto Federico Ravell a través del Twitter. Cuando ocurre un desastre natural o un accidente, o se va la luz en una zona del país, lo sé casi inmediatamente. En ocasiones, conversando con mi madre por Skype, le hago un resumen de los eventos del día en Venezuela, lo que no deja de sorprenderle: “Si parece que vivieras aquí”, me dice.  Claro que yo vivo todo virtualmente. Sé que la realidad en el terreno es muchísimo peor y más dura.  Pero no deja de ser extraordinario que estando tan lejos pueda estar tan cerca.

viernes, 3 de diciembre de 2010

El cante






La primera música que recuerdo haber escuchado suena a flamenco. Seguramente fue un canto litúrgico judeo-marroquí en la pequeña sinagoga de Tetuán a la que iba con mi padre. También recuerdo la música que escuchaba en la televisión marroquí, que tenía un efecto casi hipnótico en mí, entonces un niño de 4 o 5 años. No se me olvida tampoco el llamado del muecín a la plegaria en alguna mezquita de Tánger.  Ya en Caracas recuerdo a mi madre cantando algunas melodías del Romancero gitano que recopiló Federico García Lorca, romancero que escuché interpretado por Soledad Bravo en un disco o un casete que teníamos en casa. Después fui escuchando a los grandes del cante, especialmente gracias a mi tío Amran (Pocholo), que siempre tenía a mano un casete con los magníficos Manolo Caracol, Rafael Farina y Pepe Marchena. Una de las cantaoras que más me impactó fue La Niña de la Puebla con su interpretación de Los campanilleros (ver video que acompaña esta nota). Probablemente contribuyó a ese impacto el hecho de que mi madre me contara que la había visto cantar en un teatro en Tánger, ella ciega y acompañada por su pequeña hija. Después vendría el descubrimiento de Camarón, esa voz desgarrada del moraito.

No soy un experto en el cante ni mucho menos. Soy un aficionado que se emociona ante el canto de un gitano. Porque el flamenco es eso, sentimiento puro, la forma más elevada de comunicación de emoción pura de un ser humano a otro. Ya me lo había dicho mi maestro de música Antonio Roperti; del canto jondo viene la experiencia musical más radical. Claro que todas estas apreciaciones son muy subjetivas. Probablemente alguien podría decir exactamente lo mismo del blues o de algún canto japonés o africano.

En esta conexión flamenca hay también ese vínculo un tanto paradójico que tenemos los sefardíes con lo español, especialmente los sefardíes del norte de Marruecos. Primero está el vínculo con la lengua castellana, lengua que conservamos, arcaica y mezclada con el hebreo y el árabe, por cientos de años en los guetos llamados juderías. Después está la cultura que se expresa en una extraña nostalgia por los paisajes y las ciudades de una España y de una Andalucía míticas. Los romances sefardíes, que también escuchaba cantados por mi madre, son la mejor muestra de esta “saudade” por una tierra de la que fueron expulsados mis antepasados.  Y no se hable de nuestros cantos litúrgicos, muy bien interpretados por el Rabino Isaac Cohén de la Sinagoga Tiferet Israel de Maripérez. Más de una vez me provocó gritar un “olé” después de escuchar uno de sus melismas plenos de florituras. 

Pero racionalizar el porqué de esta afinidad con el flamenco y con todo lo que suena a andalusí resulta un tanto vano, pues es una afinidad que viene del corazón y de las entrañas, de una profundidad que no es explicable a partir de ningún discurso. En todo caso, uno podría decir como en el Polo margariteño: “El cantar tiene sentido, entendimiento y razón…”.

jueves, 2 de diciembre de 2010

De que vuelan...

Baruj Spinoza no creía en la "pava"
Hoy escuché en una radio de Caracas a una periodista que se quejaba amargamente que en los últimos 11 años Venezuela no ha vivido unas navidades que no estén marcadas por la tragedia. Desde el referéndum en diciembre de 1999, el día del deslave en Vargas, el país está bajo la sombra de la fatalidad.  Hace un par de años el genial Zapata recogió esta impresión en una caricatura en la que aparecía un pavo (un plumífero) que declaraba apologéticamente: “Yo no tengo la culpa de nada… ¿Hasta cuándo les voy a decir que “pavoso” viene de pava?”. Con esta caricatura Zapata estaba diciendo abiertamente algo que no siempre se expresa explícitamente en el discurso público venezolano. Una idea que circula entre los venezolanos, pero que muchas veces se queda en lo implícito, en lo “no dicho”, es que desde hace una década el país está bajo la influencia de algún tipo de maleficio o de un “mal de ojo” colectivo. No es mi objetivo discutir la veracidad de esta creencia o de otras creencias. Solamente quiero ilustrar cómo ellas perfilan nuestro imaginario como nación.


Hace algunas semanas estaba concluyendo un ensayo sobre el resurgimiento de lo mítico en la política venezolana. Mientras escribía el ensayo intercambié algunos e-mails con mi amigo Raúl Llovera en los que tratamos del papel del pensamiento mágico en la sociedad. Raúl me contó una anécdota por demás reveladora de ese état d’esprit que se ha apoderado de la gente en Venezuela, desde la clase media más educada hasta la gente de sectores más pobres. Aquí se las cuento. La hija de un ex-candidato presidencial (ya fallecido) se preparaba a ver un programa que sobre su padre transmitiría Globovisión. Ella anticipaba con aprehensión la posibilidad de que el presidente Chávez interrumpiera la emisión del programa sobre su padre con una de sus acostumbradas cadenas. Efectivamente, a las 7:30 pm se encadena “el ilegítimo” (así llama la señora a Chávez), por lo que concluye que no podrá ver el programa. Resignada se detiene frente al televisor y suelta la siguiente oración: “Si tu crees que te voy a odiar por esto, porque vas a impedir que vea la biografía de mi papá, te equivocas. No te odiaré nunca, te bendigo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Pido perdón a Dios en tu nombre por el daño que nos has causado, porque no sabes cuánto ha sido. Señor, consuela su corazón atormentado y dale paz, para sentir Tu paz, Señor. Hice una cruz sobre su cara …y seguí mi camino”. Cuando volvió frente al televisor, cuenta la señora, ya Chávez no estaba en pantalla. “Pudimos ver el programa, no sólo nosotros, sino el país…Eso es lo que tenemos que hacer cada vez que se encadene a decir sus boberías…hagan la señal de la cruz sobre su faz…Él está poseído por el maligno y como tal se nutre del odio. No lo odies…Nosotras amigas buenas, bellas, sanas, santas, inteligentes  y sabias le vamos a cambiar el odio por el amor”.


Esta es la otra cara de la pava y del mal de ojo, su inverso simétrico. A la pava del “que te conté”, le sale la contra de la plegaria de las “buenas señoras”. Así se va nutriendo el pensamiento mágico en un contexto en los que no han faltado eventos míticos, desde la entronización de los supuestos restos de Guaicaipuro en el Panteón Nacional, con piache y todas las demás yerbas, hasta la exposición urbi et orbe de los huesos de Simón Bolívar, un acto que ha suscitado las más variadas leyendas negras.


Baruj Spinoza entendió muy bien de dónde viene esta necesidad de creer que tenemos los seres humanos. Escribió el filósofo: “Si los hombres pudieran manejar todos sus asuntos a partir de un cierto plan, o si la fortuna les fuera siempre favorable, no estarían nunca a la merced de la superstición… (pero) en la mayoría de los casos sus corazones están dispuestos a creer en cualquier cosa…”. En estos tiempos turbulentos los corazones de los venezolanos está más dispuestos que nunca a creer “de que vuelan, vuelan…”.

martes, 30 de noviembre de 2010

Moros en La Guaira

El Virginia de Churruca, el barco en el que vine a Venezuela
Lo primero que recuerdo de Venezuela son unas palabras de mi madre el día que llegamos al puerto de La Guaira en julio de 1968: “Mira, parecen moros”. Estas palabras se quedaron grabadas en mi mente y me inspiraron el relato “Caribe Mediterráneo” que salió publicado hace algunos años en la revista Tinta y Sombra de la Universidad de Toronto, y una obra de teatro inédita con el mismo título. Las palabras de mi madre revelaban una suerte de encantamiento, pues los venezolanos, mestizos, morenos, le recordaban a los moros de nuestro Marruecos natal, desde donde habíamos iniciado nuestro viaje de inmigrantes hacia América. Esta frase la recuerdo con la misma claridad que recuerdo la primera vez que comí plátano frito o probé mi primer batido de lechosa (la papaya colombiana).

De allí me viene un interés especial por lo mestizo, por la hibridación, por las integraciones que se producen del encuentro entre personas de diferentes orígenes y culturas. En algún momento creí que ese interés por la heterogeneidad era el producto de un universalismo humanista de tipo utópico. Pero eso era solamente la superficie de un sentimiento más profundo, anclado en ese recuerdo infantil que marcó el resto de mi vida como judío, venezolano, marroquí, sefardí, daltónico (¿el orden de los factores alterará el producto que soy?). Sin duda ese recuerdo influyó en mis decisiones de vida en lo personal y en lo profesional. Probablemente de allí también viene mi interés por estudiar la comunicación desde el punto de vista de la globalidad. Los localismos extremos siempre me han incomodado. Quién sabe si de allí me vino la necesidad de ver siempre hacia fuera, necesidad que me trajo hasta el frío norte.

De ese recuerdo infantil también vienen las afinidades afectivas e intelectuales. Entre mis amigos y colegas siempre ha habido una gran diversidad. Igualmente esa primerísima memoria nutre una curiosidad por ciertos procesos y fenómenos que aparentemente pueden parecer marginales, pero en el fondo son profundamente cosmopolitas. Por eso leí fascinado el estudio que publicó hace unos años mi amigo Ariel Segal, periodista e historiador, bajo el título Jews of the Amazon: self-exile in earthly paradise. El estudio de Ariel relata la aventura humana que comenzó con unos judíos de Tetuán (Marruecos) que emigraron a Iquitos (Perú) a finales del siglo XIX y que terminaron mezclándose con pobladores locales, dando origen a varias sagas familiares que no están lejos del realismo maravilloso. Por eso disfruté, como pocas veces, un documental sobre la música de los gitanos intitulado Latcho Drom del director Tony Gatlif, que muestra a través de cantos e interpretaciones instrumentales la tremenda influencia que han ejercido los romani en la cultura musical del mundo, desde el oriente hasta el occidente. Por eso me repugnan las interpretaciones simplistas de la historia o de la cultura que quieren describir todo desde una lógica de centro-periferia o de polos radicalmente opuestos, desde visiones en blanco y negro sin matices, sin grises, sin posibilidad de hibridación. Por eso me espantan los integrismos en todos los órdenes, incluyendo ese integrismo criollo que se disfraza de nacionalismo y que pone en peligro la convivencia entre venezolanos de todos los orígenes y procedencias, como este venezolano que imaginó que había moros en La Guaira.

lunes, 29 de noviembre de 2010

Crisis? What crisis?

Pura ilusión de "armonía"
Algunos lectores de esta nota se deben acordar de ese mediodía del 27 de febrero de 1989 cuando el entonces ministro de Relaciones Interiores, Alejandro Izaguirre,  casi se desmaya en cadena de televisión, dejando escapar un “no puedo, no puedo” de impotencia. Estábamos viviendo los primeras horas del llamado Caracazo, cuando miles de personas salieron a pillar y destruir. Los canales de televisión transmitían las imágenes en vivo de la anarquía y el robo que se habían instalado en la capital de Venezuela y en otras ciudades. Pegados ante las pantallas de los televisores, cientos de miles de ciudadanos, hipnotizados por las tomas que mostraban la locura colectiva que se había apoderado de una masa que destruía vidrieras, arrasaba con santamarías y cargaba con mercancías de todo tipo (desde una res completa hasta una lavadora), asistimos aterrados al intento fallido del ministro de comunicar un mensaje de tranquilidad.  El comentario inmediato de los que estábamos viendo tan particular “espectáculo” fue: “Esto debe ser peor de lo que nos imaginamos”. A los minutos salió en pantalla el general Italo del Valle Alliegro, ministro de la Defensa, con un mensaje mucho más claro, transmitiendo la serenidad y la seguridad que se requieren en estos casos (no voy a discutir aquí si el general es culpable ó no de los crímenes de los cuales se le acusa ahora).

El caso de Izaguirre es un ejemplo de lo que no debe ocurrir en la gestión de una crisis. El portavoz de la organización que está haciendo frente a la crisis, debe comunicar control de la situación con el fin de tranquilizar al público. Esto lo aprendí con quien considero uno de mis maestros en las comunicaciones de crisis en Burson-Marsteller, Paco Polo.  Eso se lo martillábamos a nuestros clientes una y otra vez. Si no cuentan con un buen portavoz que sepa transmitir los mensajes con la prestancia necesaria, es preferible que se queden callados. Un portavoz sin las cualidades necesarias para plantarse frente a unas cámaras en momentos tan críticos, puede ser el peor enemigo de la organización. Sin la intervención del general Alliegro en televisión, el desmayo de Izaguirre pudo haber tenido consecuencias desastrosas en una situación que ya era de por sí caótica.

Entre los recuerdos de esos días terribles, que vienen desordenados y que generan todo tipo de asociaciones, me vino a la mente la imagen de la carátula de un LP de Supertramp (al hablar de LP me siento otra vez en tiempos de la imprenta de Gutenberg). El disco se llama “Crisis? What Crisis?”(ver imagen que ilustra esta nota). El montaje fotográfico de esa carátula dice mucho de lo que ocurre con casi todas las crisis; las tenemos en nuestras narices, pero la gran mayoría de las veces no somos capaces de percibir que están a punto de estallar. El Caracazo fue un ejemplo de ello. El país, que había vivido en una ilusión de armonía, como la calificaron en su momento Ramón Piñango y Moisés Naím, se sorprendió ante el estallido social. Pero la verdad es que ese estallido se estaba incubando desde hacía varios años. Lo mismo pasa con las lluvias que hoy, como ayer en los tiempos de la mal llamada Cuarta República, generan tragedias como las que se están registrando en toda Venezuela. La crisis en este caso es el producto no solamente de la inclemencia del tiempo, sino de la falta de previsión de nuestras instituciones y de la misma gente. Aunque no sirva de consuelo, hay que reconocer que este problema no es exclusivo de nuestro gobierno “revolucionario” ni de nuestro país. Las crisis de todo tipo, que son endémicas en este mundo globalizado y generador de riesgos, están poniendo a prueba la capacidad de reacción de todas las instituciones, tanto públicas como privadas. Como en la portada del disco de Supertramp, los líderes del mundo (alguno de ellos con puntos de sutura en el labio inferior) se preguntan “¿Crisis? ¿Qué crisis?”, mientras les estallan en la cara cientos de wikileaks.

domingo, 28 de noviembre de 2010

Cadenas

Rafael Pedraza (izq) me hizo descubrir a Rafael Cadenas
Sería 1981 ó 1982 cuando leí por primera vez al poeta Rafael Cadenas. Rafael Pedraza me prestó un pequeño libro que contenía “Los cuadernos del destierro”, “Falsas maniobras” y el gran poema “Derrota”. La lectura de Cadenas me impactó de tal manera que comprendí que el fracaso, la autocrítica (la más brutal y descarnada), incluso la auto-burla (eso que en francés se llama la "autodérision"), eran expresiones de fortaleza más que de debilidad. Yo, que siempre he sido más bien pesimista, me di cuenta al leer a Cadenas que hay esperanza en el pesimismo, una esperanza extraña, nada luminosa, pero verdadera, sin ilusiones. Como escribió Cadenas al final de “Derrota”, después de enunciar sus carencias: “…me levantaré del suelo más ridículo todavía para seguir burlándome de los otros y de mí mismo hasta el día del juicio final”.

A mi madre le gusta decir que los poetas son un poco profetas. Cuando afirma esto, recuerda que la palabra vate quiere decir al mismo tiempo adivino y poeta. Cadenas sería un vate, porque entendió perfectamente la relación entre la pobreza del lenguaje y la pobreza del espíritu que llevan a las sociedades por el camino trágico de la mediocridad. En 1984 publicó un ensayo intitulado “En torno al lenguaje",  reeditado por Monte Ávila en 2002 en la colección Memorabilia que dirigía Juan Luis Delmont. Vale la pena citar algunos pasajes de este libro por la gravedad y la actualidad del análisis de Cadenas.

El poeta empieza con un diagnóstico terrible: “De una manera general se puede decir que el venezolano de hoy conoce muy poco su propia lengua. No tiene conciencia del instrumento que utiliza para expresarse. En su lenguaje, admitámoslo sin muchas vueltas, se advierte una pobreza alarmante…” (p. 7). Más adelante Cadenas observa: “Para mí es evidente que Venezuela está aquejada de un grave descenso linguístico cuyas consecuencias, aunque no sean fácilmente visibles, se me antojan incalculables. Resulta difícil percibir, sobre todo, las que, sin estar a la vista, son las más importantes, pues tienen que ver con el mundo interior” (p.10). El poeta apunta a una de las consecuencias de esta pobreza del lenguaje: “…El hombre masa no tiene lenguaje; utiliza el que le imponen…” (p. 22).

Podría seguir citando partes de este maravilloso ensayo, pero está claro que Cadenas vislumbraba ya en 1984 las consecuencias de una sostenida decadencia de la cultura y del idioma que, de la mano de la creciente corrupción e injusticia social, creó las condiciones para que cristalizara un proceso autoritario en el que se manipula el lenguaje y se le empobrece. A veces, con la voz engolada del mal locutor, se pretenden construir frases “bonitas”, llenas de lugares comunes, pobres en ideas pero plenas del odio del revanchismo. Otras veces, cuando las máscaras caen para dejarnos ver el verdadero rostro del narcisista que gobierna Venezuela, la pobreza del lenguaje se limita a los insultos conocidos y a las descalificaciones escatológicas. En ocasiones, al pobre lenguaje verbal le acompaña el vulgar lenguaje no verbal, como cuando el autócrata se toca los testículos en plena cadena de televisión, expresando así el desprecio que tiene por los venezolanos.  Reconstruir a Venezuela requerirá, como diría Cadenas, rescatar un lenguaje para la vida en común, “…porque creo que la conciencia del lenguaje es ya en gran medida conciencia…” (p. 52).