jueves, 23 de diciembre de 2010

Tun tun, ¿quién es?...

Ilan Chester (Czentochowski) también canta “Niño lindo”

Por allí por el año 71 ó 72, había una niña del Moral y Luces, el colegio judío de Caracas, que cantaba en Las Voces Blancas de Elisa Soteldo. Lo recuerdo pues en uno de esos especiales navideños de televisión en el que salía el coro infantil cantando aguinaldos y villancicos, se comentó en casa, con cierta sorpresa, que esa niña entonaba con toda naturalidad el “Niño lindo, niño lindo, ante ti me rindo…”. Digamos que según ciertos cánones del más puro monoteísmo, no era de esperarse que una niña de la comunidad le cantara al llamado “niño dios”, lo que es desde la óptica judía no solamente un sinsentido, pues Dios no es niño, ni hombre, ni puede representarse de ninguna forma, sino un verdadero anatema. Sin embargo, esas consideraciones no impedían que uno terminara por aprenderse la melodía y, “sin querer”, cantara el conocidísimo villancico venezolano. Como pasaba con las gaitas que se referían a la Chinita, la advocación de la Virgen María que adoran los zulianos,  que uno cantaba a viva voz más por lo sabroso que resulta el ritmo gaitero que por ninguna consideración religiosa. 


En la Caracas en la que crecí, diciembre era un mes para la camaradería y la calle. Los niños patinábamos por las aceras y los parques hasta altas horas de la noche. Era también un mes de regalos, no porque en mi casa nos dieran regalos de Navidad, sino porque el 24 de diciembre es el cumpleaños de mi hermana Simy, lo que significaba juguetes para ella y para mí y mis primos Siky y Emilio. El 24 teníamos una buena razón para celebrar, así que no nos sentíamos totalmente aislados de nuestros vecinos cristianos que se reunían en familia en la víspera de la Natividad. 


Por nuestra conexión española, diciembre también era el mes del turrón, de los polvorones y de la sidra. También de las castañas hervidas, que le gustan mucho a mi padre. Mi madre aprendió a hacer un panetone que le quedaba buenísimo. Después aprendería también a hacer las hallacas y el pan de jamón, en su versión casher conocido como pan de pavo.  Debo mencionar aquí que mi mamá le puso un toque criollo a la tradicional oriza judeo-marroquí, agregándole plátano que sustituye muy bien a la batata (o boniato). 


El 31 los niños nos quedábamos en casa, mientras los adultos iban a los bailes en alguno de los grandes hoteles de Caracas para recibir el año nuevo al son de la Billo’s ó de Los Melódicos. Mi hermana y quien escribe recibíamos el año con nuestras primas Mechi y Coty, comiendo las 12 uvas de ocasión y jugando monopolio. 


Seguramente es la edad y la nostalgia, pero tengo la impresión que diciembre era en Venezuela un mes de tregua, de familia, de amistad. Es posible que no lo fuera para todo el mundo, es posible que todo fuera parte de aquella “ilusión de armonía” que denunciaron unos profesores del IESA. Pero en ese entonces, cuando escuchábamos cantar “Tun tun, ¿quién es? Gente de paz…” podíamos darle crédito a esas palabras. 

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Diálogo de sordos



Hay expresiones de uso corriente que son engañosas.  Dicen algo que parece obvio, que aceptamos como un lugar común. Pero a veces la experiencia desmiente la veracidad de tales expresiones. Esto me ocurre con la manida máxima que dice “esto es un diálogo de sordos” para significar que no hay entendimiento entre las partes, que no se escuchan.  Yo puedo dar testimonio que con los sordos el diálogo es posible, no sólo entre ellos, sino entre personas que supuestamente escuchamos bien (aunque mi esposa me reclame que casi nunca la escucho) y personas con discapacidad auditiva, para decirlo en los términos horribles de lo “políticamente correcto”.


A finales de los años 80 del siglo XX (esto ya suena a pre-historia), íbamos a la imprenta todos los viernes en la mañana a revisar las pruebas del semanario Nuevo Mundo Israelita antes que se imprimiera. Digo íbamos, pues allí estábamos siempre Néstor Garrido, María Teresa País de Visconti, Estrella Chocrón y este servidor. Veíamos página por página montadas a partir de la galeradas de textos que salían de las máquinas de fotocomposición. La imprenta se llamaba Textolisto y estaba ubicada en un edificio industrial en San Martín, no lejos del Hospital Militar.  El fuerte de ellos eran las revistas hípicas, las de lotería, una que era del tipo Crónica policial (de un amarillismo casi lírico) y las revistas pornográficas (siempre temí que alguna foto subida de tono se nos colara en el semanario, cosa que por suerte nunca ocurrió).


En la imprenta trabajaban algunas personas sordas. El INCE de Venezuela, instituto de capacitación técnica, instituyó un programa para formar a personas con discapacidad auditiva en el área de artes gráficas. Una de las grandes ventajas de los sordos, me decían los dueños de la imprenta, era que tenían una gran capacidad de concentración, lo que les permitía prestar atención particular a los detalles del montaje manual de textos y la realización de los fotolitos que después se “quemaban” en las planchas que se pondrían en la rotativa. La comunicación con estos trabajadores gráficos no solamente era fluida (ellos leían los labios y yo aprendí algunas señas del lenguaje de sordos), sino que iba más allá de los requisitos del trabajo. Uno de ellos (cuyo nombre lamentablemente no recuerdo) era particularmente locuaz. El se ocupaba de la fotomecánica. Mientras esperábamos que hiciera las pruebas, manteníamos conversaciones sobre lo humano y lo divino. Además, él tenía la capacidad de contar unos chistes buenísimos a punta de lenguaje de signos.


Los sordos no solamente eran buenos conversadores, sino excelentes bailarines. Todos los diciembres se hacía la fiesta de fin de año en la sede de Textolisto, donde por supuesto no podía faltar la música, especialmente la salsa y la tradicional gaita. La música sonaba por unos parlantes inmensos a todo volumen. Las parejas de sordos se ponían muy cerca de los altavoces para sentir las vibraciones que penetraban sus cuerpos y así bailar al ritmo de la salsa y la gaita.  Había en ese baile un diálogo entre cuerpos, que sin duda no era para nada un diálogo de sordos.

domingo, 19 de diciembre de 2010

Lágrima

Borroso pero vivo recuerdo de tiempos felices.

La foto que ilustra esta nota es borrosa como borrosa es la memoria. Allí salgo yo (en el extremo derecho). La tercera de izquierda a derecha es mi prima Sara Serfaty Cohén (Z’L), quien nos dejó esta mañana. La foto en realidad es una vieja toma en Super 8 que filmó mi tío Jaime Serfaty Laredo (Z’L) el día del Bar Mitzvá de su hijo Salomón Serfaty Cohén (Z’L). Recuerdo que la fiesta fue en la casa de mi tío en Las Mercedes (Caracas), una casa que para mi siempre fue un lugar especial. Tenía unos jardines que me resultaban inmensos, y una mesa de billar en la que todos los sobrinos nos iniciamos en el juego de las carambolas.


En este fin de annus horribilis las noticias tristes se han sucedido en lamentable secuencia. La partida de mi prima Sara ha sido una dura estocada. Ella era una optimista que nos contagiaba su alegría de vivir, incluso a los más pesimistas como yo. Había en su mirada una chispa que, además de inteligencia, revelaba un gran amor por su familia. Cada vez que nos veíamos nos transmitía una energía positiva, una energía que mantuvo incluso en los momentos más duros e ingratos. Sara fue una heroína en el pleno sentido de la palabra, como un héroe fue también su hermano Salomón. Estoy hablando de un heroísmo de lo cotidiano, anclado en la realidad, sin concesiones frente a la adversidad. Los dos lucharon como valientes contra la enfermedad y la desesperanza.  No puedo recordarlos sino con una sonrisa, con ese sentido del humor tan particular de los dos. Siempre tenían una ocurrencia, un comentario que le ponían sabor a las reuniones familiares.


Sara tenía una vena creativa que le venía de sus padres. Su mamá, Estherina Cohén de Serfaty (Z’L) era una pintora inspirada que nos dejó unos magníficos retratos de personajes históricos del pueblo judío. Una réplica de su retrato de Golda Meir está en casa de mis padres en Caracas, un retrato que impresiona por la profundidad en la mirada de la líder israelí que logró plasmar magistralmente la artista. Su papá, mi tío Jaime, era un poeta y compositor entusiasta, de tendencia romántica, cuya principal musa fue su amada Estherina. Sara también escribía, pero sobre todo pintaba, algo que descubrí más bien recientemente por esas cosas del Facebook, donde colocó algunas fotos de sus creaciones, cuadros figurativos donde juega con la geometría de cuerpos humanos y colores intensos. 


La casa de mi tío Jaime era un lugar de acceso a la modernidad. El tenía un especial interés por la innovación, particularmente por la innovación en la electrónica, el sonido y la imagen. En Tetuán tuvo una tienda de discos donde los jóvenes iban a escuchar el Cha-cha-chá y el Twist. El primer Betamax que tuvimos en casa era de los que importaba mi tío Jaime de Japón. El fue uno de los primeros que tuvo una antena parabólica en Caracas, lo que lo puso en sintonía con las noticias del mundo, que nos comentaba y analizaba como el mejor de los periodistas. Mis primos Sara y Salomón también heredaron este sentido cosmopolita de mi tío. Siempre manifestaron gran interés por los grandes temas que afectaban a la humanidad, y tenían un sagaz sentido de la política que desmenuzaban con pasión.


Estos recuerdos, como ese cuadro borroso de Super 8 filmado en 1971, me retrotraen a una época y a un país llenos de las ilusiones de la infancia y la juventud. Me llevan a esa casa de Caraballeda que mis tíos alquilaron para pasar los fines de semana con mi abuelo Salomón Serfaty (Z’L), buscando levantarle el ánimo después de que enviudó de su amadísima Sara (Z’L), mi abuela materna. Me devuelven al campo de golf donde los pequeños íbamos dándole a una pelotita blanca sin mucho sentido de lo que estábamos haciendo, pero inmensamente felices por jugar y estar juntos. Me ponen enfrente el bello rostro con la sonrisa iluminada de mi prima Sara, de bendita memoria, de bendito recuerdo.  

viernes, 17 de diciembre de 2010

La raya amarilla

Un ticket to ride en el Metro de Caracas

Carlos Santiago González (qepd) fue nuestro profesor de periodismo radiofónico en la UCAB. Sus clases eran una verdadera aventura por el mundo de la palabra hablada. Eran una discusión y práctica sobre cómo pasar de lo escrito al habla, cómo hacer que el habla sea la expresión de una escritura distinta que exige pensar en quien está del otro lado de la radio. El profesor nos insistía en que escribir para la radio era tener presente siempre a quien nos estaba escuchando, como si estuviéramos susurrándole la noticia al oído. Los principios que nos enseñó se me quedaron grabados: redundancia, claridad, simplicidad. Repita, mijo repita, pues usted no sabe cuándo el radioescucha va a sintonizar su noticiero. Sea claro en lo que dice, construya frases cortas, siga la estructura básica de la buena sintaxis. Tienda a lo simple, no busque palabras rebuscadas, ni expresiones grandilocuentes.


Además de enseñar en la Escuela de Comunicación Social, Carlos era el encargado de manejar el sistema de anuncios en las estaciones del Metro de Caracas. El fue quien diseñó cuidadosamente los mensajes que se difundían por los altoparlantes del subterráneo. Cada mensaje tenía una intención particular: informar sobre cambios, horarios; educar a los usuarios para promover comportamientos adecuados; orientar al público; evitar accidentes; señalar a alguien que estaba cometiendo una infracción o asumía algún riesgo (“no pase la raya amarilla”).  Nos contó que el desarrollo de estos mensajes fue un proceso que se nutrió de la investigación del perfil del usuario y de la observación de su comportamiento. Nada fue dejado a la improvisación. La relación entre lo verbal y lo no verbal en la comunicación interesaba mucho a Carlos, como lo testimonia una entrevista que le hicieron en la revista Video-Forum en 1980 sobre el sonido en cine y televisión en Venezuela.


El trabajo que nuestro profesor hizo en el Metro de Caracas era el reflejo de una cultura corporativa que tuvo una gran influencia en los caraqueños. Desde su inauguración en 1983, el subterráneo caraqueño fue un ejemplo de diseño arquitectónico, planificación urbana, ingeniería, gestión eficiente y comunicación institucional.  Era un lugar común decir que los caraqueños, normalmente indisciplinados, ruidosos, rudos, nos transformábamos en “suizos” cuando descendíamos a las profundidades del Metro. 


Desde una perspectiva comunicacional, se puede decir que esta transformación no solamente era el resultado de unos mensajes bien escritos y bien difundidos, sino de un contexto total que transformaba la experiencia del usuario del Metro. Aunque un arquitecto podría explicarlo mucho mejor, creo que el Metro significó sobre todo la irrupción de una nueva estética que impactó el comportamiento ciudadano. No pretendo idealizar la situación, pero no cabe duda que el Metro cambió nuestra manera de percibir y apreciar la ciudad. De alguna forma, otras obras que se construyeron en los 70 y 80 tuvieron un impacto similar. Pienso en  la nueva sede del Museo de Bellas Artes, el Complejo Cultural Teresa Carreño y el Museo de Arte Contemporáneo Sofía Imber, entre otras.


Las noticias que llegan del Metro (y de las otras obras mencionadas) no son muy alentadoras. Recientemente, varios problemas de funcionamiento indican que el Metro está sufriendo los avatares de la falta de mantenimiento e inversión, y del deterioro de aquella cultura organizacional que ayudó a promover una mejor ciudadanía “subterránea” . Como en tantas otras áreas de la gestión pública, quienes dirigen ahora los destinos del Metro han cruzado la raya amarilla.

jueves, 16 de diciembre de 2010

El ayatolá Boves

El fundamentalismo venezolano se alimenta de una profunda arrechera.

Boves, por lo menos el que me enseñaron en la escuela, era un personaje extraño a lo que yo identificaba con Venezuela y los venezolanos.  El Taita Boves, el azote de los Llanos, representaba una crueldad, una violencia que yo no asociaba con el país al que llegué en 1968. Claro que yo era un tanto ingenuo, no conocía bien la historia de Venezuela, no tenía conciencia plena de lo que fueron la  Guerra de Independencia y la Guerra Federal, ni las crueldades de los dictadores, ni de la lucha armada de los 60, ni tantas otras cosas que mostraban un rostro poco amable del país.


En 1974 RCTV transmitió una adaptación de la novela de Francisco Herrera Luque, Boves el urogallo. Como seguidores de las telenovelas que éramos, en mi casa vimos noche tras noche los capítulos del culebrón histórico protagonizado por un joven Gustavo Rodríguez. La imagen del Boves cruel, resentido, que me presentaron en la escuela, se confirmó ante la verosimilitud del relato televisivo (como se me hizo verosímil el esbirro de la dictadura de Pérez Jiménez, Pedro Estrada, también representado por Gustavo Rodríguez en la famosa telenovela Estefanía de Cabrujas y Mármol). 


Ahora, en estos tiempos de revisionismo histórico y propaganda, los más anarcos del llamado chavismo reivindican a Boves como el primer “gran revolucionario” de Venezuela. Apoyan sus argumentos en dos obras que no fueron precisamente escritas por anarco-comunistas ni mucho menos. Una es Bolívar y la guerra social del autor dominicano Juan Bosch. La otra es Historia de la rebelión popular de 1814, del venezolano Juan Uslar Pietri (hermano de Arturo). Además, el mismo Herrera Luque llamó a Boves “el primer líder de la democracia” en Venezuela. Los chavistas hiper-radicales afirman que Boves encabezó la primera guerra social de los pobres contra los ricos en el país, guerra que ha continuado sin parar desde entonces con distintas manifestaciones y momentos (el Caracazo sería otro gran episodio de esta guerra). No les falta razón. Boves lideró a una parte del pueblo pobre contra los blancos criollos. No hay duda que Boves fue un líder popular que, si bien se alineó con los realistas, puso en marcha un movimiento violentamente revolucionario que hizo tambalear la Segunda República.


Dejando a un lado la verosimilitud de la imagen telenovelada del Boves de mi infancia, y los análisis socio-históricos (valiosos y esclarecedores), puedo decir ahora que el caudillo asturiano es el arquetipo del integrista venezolano. Visto lo que estamos viendo en estos años, y especialmente en estos días, aprecio con mayor claridad lo que Boves representa. No es el integrista religioso (del tipo musulmán, cristiano ó judío), ni tiene la vocación de “pureza” (étnica o teológica) de los fanáticos. Su único dogma es la violencia, la destrucción, la venganza, el disfrute absoluto del poder bruto que avanza y arrasa. 


Este integrismo criollo, que es en su fundamento una “arrechera”, tiene un poder movilizador tremendo. Boves lo demostró, como después lo hiciera Páez, que encabezó a los mismos lanceros que se pasaron a la causa republicana. Basta ver las actuaciones políticas de Chávez y sus acólitos en días recientes. Si bien la violencia política la dosifican y  administran (por ejemplo, hoy golpearon a mi colega y amigo Carlos Correa, director de la ONG, Espacio Público), hay en la misma actitud y discurso del comandante-presidente ese resentimiento “integrista”. A su manera, estos resentidos hacen de ayatolás de una religión del odio que está carcomiendo las bases de la convivencia en Venezuela. Veremos hasta dónde llegarán (ó los dejarán llegar). 

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Llámame pa’trás

La vista desde mi habitación de hotel en Bal Harbour.

I am back. Después de dos días y medio en Miami (y casi un día viajando), estoy de vuelta en Ottawa. Miami, como Caracas, es el lugar de reencuentro con amigos y colegas. También es el lugar de reencuentro con el español, o más bien, con las distintas variedades de español que se hablan en Latinoamérica y la propia Miami, ese spanglish con acento cubano. Me vine con una expresión colombiana que no conocía: “correr la coneja” (los invito a descubrir el significado). 


En Miami las conversaciones se dan en varios niveles y estilos de español, con intromisiones del inglés. Por ejemplo, es imposible que alguien diga “una brecha” , siempre lo calificará como “un gap”. Es raro que alguien “asuma un desafío”, porque prefiere “enfrentar un challenge”. Cuando me mudé a Miami en el año 2000, los oídos me dolían cuando escuchaba a alguien que me pedía que lo “llamara pa’trás (del inglés call me back). Reconozco que ahora soy más tolerante con el spanglish y que incluso me parece que tiene un je ne sais quoi, que le agrega un sabor particular a la conversación. 


La experiencia idiomática de Miami (algo similar debe sentir alguien que vive en Houston y en Los Angeles) me hace pensar en aquel personaje de El Nombre de la Rosa de Umberto Eco que hablaba una mezcla de latín y otras formas dialectales romances, que después se convertirían en el italiano, el castellano, el francés o el catalán. Mi travesía vital me ha hecho especialmente sensible a la riqueza y los retos que implica atravesar distintas fronteras lingüísticas. Aunque nací en un país de habla árabe, mi idioma y el idioma de mi familia ha sido durante siglos el español, ó variantes del español desde sus formas más antiguas hasta el idioma moderno. En realidad, la forma antigua del español que hablaban mi bisabuela paterna (a quien tuve la dicha de conocer) y mis abuelos era la haquetía, es decir el judeo-español de los sefardíes del norte de Marruecos. Como ocurre con el spanglish de los cubanos, la haquetía es una mezcla de castellano arcaico, con árabe y hebreo.


Más allá de la hibridación, el judeo-español es también la expresión de una cultura y de una sensibilidad particulares. Los romances, esas canciones que trajeron los sefardíes expulsados de España, no solamente ayudaron a mantener el vínculo lingüístico, sino que sirvieron para transmitir entre las generaciones un imaginario sobre aquel país idealizado. Se trata de un extraño love affair con una madrastra (por no hablar de “madre patria”) que te ha repudiado. Ese “amor” se canta en romances nostálgicos como el que dice: “En la ciudad de Toledo, en la ciudad de Granada, vivía un mancebo que Diego León se llama…”.  En el plano religioso, el judeo-español comunica un sentido especial que en ocasiones no transmiten ni el hebreo y el arameo, los idiomas de las plegarias. Por ejemplo, en la noche de la Pascua (Pésaj) se lee el relato del éxodo de Egipto y se recuerda que nuestros antepasados comieron el pan sin levadura.  En judeo-español decimos: “Este es el pan de la aflicción que comieron nuestros padres en tierra de Egipto. Todo el que tenga hambre que venga y coma…”.  Hay en las palabras, en el fraseo, e incluso en el acento (pues esto hay que leerlo con un cierto acento) una dimensión que no tiene, al menos para mí, la oración original en arameo.


Pero lo que me maravilla del judeo-español, y de cualquier otro fenómeno lingüístico del mismo tipo, es su potencial para crear relaciones y tender puentes entre los seres humanos. Este idioma, en sus distintas variantes, fue la lengua de cientos de miles de judíos sefardíes no solamente en Marruecos, sino en Turquía, Grecia, Bulgaria, los Balcanes (la antigua Yugoslavia), Holanda, Curazao, Nueva York, Inglaterra e incluso en Alejandría (Egipto).  Tres anécdotas ilustran muy bien lo que quiero decir. 


Un día en Montreal, mi esposa y quien escribe estábamos haciendo la fila para pagar en una tienda y notamos que una pareja de viejitos que estaba detrás nuestro nos miraba con una sonrisa. Después que pagamos, el hombre y la mujer se nos acercaron y nos preguntaron, en un español un poco especial, de dónde éramos. Nos identificamos como venezolanos. Ellos nos dijeron: “Mosotros somos de Sofía, Bulgaria. Somos judíos sefardíes y mos gusta muncho escuchar español…” (nos estaban hablando en su forma de judeo-español). 


Cuando fui a Israel con 17 años pasé dos meses en un kibutz en el norte del país, cerca de la frontera con el Líbano. Allí conocí a Moshón, que estaba haciendo su servicio anual de reserva militar en ese kibutz. Moshón era hijo de judíos turcos que se habían ido a vivir a Israel. Nunca en su vida había ido a España ni a Latinoamérica, pero gracias a la herencia del judeo-español que le habían legado sus padres se podía comunicar perfectamente con nosotros, el grupo de muchachos venezolanos con los que se encontró en la Galilea.


Por último, les cuento de un amigo de la familia que vivía en Montreal y que decidió mudarse a Caracas (eso pasó ya hace algunos años, en tiempos de la democracia). Era un señor mayor, ya jubilado, que había nacido en Alejandría (Egipto) en el seno de una familia sefardí. Una vez le pregunté cómo se sentía en Caracas. Me dijo, en su forma de judeo-español: “Me gusta muncho Caracas. Lo que más me gusta es que puedo hablar con la gente en español y que puedo meldar el periódico en español”. (meldar quiere decir leer). Noté en su rostro una tremenda satisfacción, como si después de muchos años se hubiera reencontrado con su “familia lingüística”.

domingo, 12 de diciembre de 2010

La mezquita (desde O’Hare, Chicago)

Lo que veo mientras escribo

De esas “travesuras” que se nos ocurrían cuando estábamos en el semanario Nuevo Mundo Israelita (y que alguna vez nos valió algunas críticas), recuerdo la visita a la entonces mezquita de El Paraíso (la urbanización de Caracas). A Néstor Garrido y este servidor nos dio por llamar un día al centro musulmán para pedir una entrevista con el dirigente espiritual (sheik) que la lideraba. Nos identificamos como periodistas del semanario judío de Caracas. Para nuestra sorpresa, la persona que nos atendió por teléfono nos invitó a la mezquita a un encuentro con los directivos de la misma. Néstor, Pedro Luis Cedeño (fotógrafo) y quien escribe aceptamos la invitación, no sin cierta aprehensión.


Los dirigentes musulmanes nos recibieron con mucha cordialidad. No pudo faltar el té y los respectivos dulces libaneses. La conversación giró en torno a la composición de la comunidad musulmana en Venezuela de ese entonces (mediados de los años ochenta del siglo XX), las actividades en la mezquita de El Paraíso, centro social y lugar de plegaria (en ese entonces el más importante de Venezuela), y las coincidencias entre el Islam y el Judaísmo como religiones monoteístas que reconocen en Abrahán (Ibrahim) el padre común de la fe. Entramos al lugar donde se hacían las plegarias. Nos quitamos los zapatos como correspondía e intercambiamos algunas palabras sobre relatos comunes de la Biblia y el Corán. De esa visita salió un reportaje en el NMI, con su respectiva foto de estos periodistas con nuestros amables anfitriones. Yo me esperaba alguna reprimenda de los dirigentes comunitarios, pero nunca llegó, lo que interpreté como una aprobación del gesto.


La verdad que el evento no tuvo mayores consecuencias. La visita no se repitió, ni hubo seguimiento de parte de los miembros del centro islámico.  Hoy la situación es muy distinta, tanto en Venezuela como en el mundo. La comunidad musulmana ha crecido muchísimo en el país, tanto por la afluencia de inmigrantes del Medio Oriente como por la conversión al Islam de venezolanos. Ahora esa comunidad cuenta con una mezquita de gran esplendor ubicada en la Avenida Libertador (no lejos, por cierto, de la Sinagoga Tiferet Israel de Maripérez). Además de los cambios demográficos, la situación política y geopolítica también han cambiado. Una visita como la que realizamos en ese entonces hoy sería impensable debido a las tensiones que existen entre musulmanes y judíos, derivadas de ciertas posturas asumidas por el gobierno venezolano actual, así como de cierta visión integrista que predomina entre algunos musulmanes. Vivimos en Venezuela un ambiente enrarecido, en el que la convivencia se hace difícil. No podemos olvidar tampoco la situación en el Medio Oriente y el irresuelto conflicto árabe-israelí, que incluye también al beligerante régimen iraní.


De esa visita a la mezquita me quedó el interés por la cuestión del diálogo entre culturas y religiones. No soy ingenuo. Sé que la buena voluntad no es suficiente para superar diferencias profundizadas por fanatismos, intereses poderosos y odios atávicos. En octubre de 2009, con colegas de la Universidad de Ottawa, de la Universidad de Miami y de la Universidad Saint Paul, organizamos un coloquio titulado “Cultural Dialogues, Religion & Communication” para promover una discusión sobre cómo la comunicación, en todas sus variantes institucionales, mediáticas e interpersonales, puede contribuir a superar las inmensas brechas que separan religiones y culturas.  Como nuestra visita a la mezquita, fue sólo una pequeñísima iniciativa para superar nuestros temores y privilegiar el diálogo. 


P.S.: Para consultar las conferencias y discusiones del coloquio en Ottawa, pueden visitar este sitio web